Ilustración: Eneko
El lawfare no consiste en accionar penalmente contra funcionarios corruptos, sino en hacerlo con el propósito de expulsarlos de la actividad política o de involucrar en los delitos a personas ajenas a los mismos.
Juan Chaneton
01/04/2021
En el año 2003 en la Argentina y sobre todo a partir de esos sucesos argentinos pero en primer lugar marplatenses que consistieron en la defunción del ALCA en las barbas mismas del líder de la primera potencia mundial, eran bastantes los optimistas que no daban un cobre por el "imperialismo yanqui". A este se le reputaba malamente herido en el marco de un ciclo progresista continental cuyo horizonte lucía en límpido tornasol azul y sin siquiera una nube tenue que oscureciera el cielo de la epopeya nacional y popular, que cubría a buena parte de la policroma y bravía geografía latinoamericana, desde el Río Bravo hacia la Patagonia. El eje Caracas-Brasilia-Buenos Aires aparecía como la columna vertebral de un proceso emancipador y soberanista que parecía infinito como el espacio y el tiempo que pensó Filoteo -aquel críptico heterónimo de Giordano Bruno- y que luego también pensó, con mayor sutileza, Baruch Spinoza, que a su infinitud la llamó natura naturans.
Hoy, cuando la mirada se posa sobre el mismo escenario, cuesta reconocer que de ese pasado cercano provenimos. Si bien es cierto que comienza a despuntar una renovada esperanza, todo se parece todavía más a las espinas de la rosa que a la rosa. Todo tiene el dejo amargo de las heces de una copa que los pueblos tuvieron que apurar sin darse cuenta, cogidos por sorpresa en los meandros de unas compulsas electorales perdidas a manos de unos grises enemigos, los cuales ofrecían como único presente el presente griego, en el falsete de la austeridad republicana y la abundancia para todos.
Aquellos procesos soberanistas que alumbraron en nuestro continente al despuntar el siglo no fueron hijos de ningún "auge de masas", sino de la necesidad de evitar a toda costa una renovada apelación a estrategias ya sancionadas por la derrota en el siglo anterior. Ese fue el aprendizaje de los pueblos. Pero el bloque clasista antagónico, en la Argentina y en el continente centro y sudamericano, también hizo el suyo. Si la lucha por el poder, ahora, pasaba a librarse en el marco del derecho constitucional y con las elecciones como método de reparto de potencia e impotencia, pues entonces había que debilitar al enemigo obrero y popular en los dos aspectos que constituyen su fuerza y lo dotan de sentido histórico: su organización y su liderazgo.
Para lo primero irrumpieron, frente al Estado, las organizaciones no gubernamentales (ONG). Para lo segundo, el ahora así llamado y cada vez mejor conocido lawfare, o guerra jurídica.
Las oenegés no existieron siempre. O, al menos, no existieron con la funcionalidad política que desempeñan hoy. Comenzaron a cobrar relieve en nuestro país allá por fines de los '80 y comienzos de los '90, en simultáneo con la aparición de un novedoso método procesal judicial que se autopresentaba a la consideración de la sociedad civil como "mediación para resolver conflictos".
Se multiplicaron como hongos organizaciones "no gubernamentales" dedicadas a la mediación, con los pies bien plantados en la ideología antiestatal que provenía de los "centros del saber" más reputados de occidente, por caso, la facultad de derecho de Harvard, en Massachussetts: " ... las cuestiones deberán ser tratadas al más bajo nivel en la mayor medida posible ... al más alto nivel sólo se tratarán los conflictos en que ello sea absolutamente necesario" (William L. Ury, Director Asociado del Programa de Negociación de dicha universidad). Quien así citaba al profesor Ury era una abogada coautora de un libro titulado, precisamente, "Mediación para resolver conflictos", muy en boga entonces, material casi obligatorio para quienes querían ascender en el cursus honorum de la Mediación. El nombre de esa coautora: Elena Highton de Nolasco.
En otras palabras: al Estado, ni justicia, ya que hasta la función judicial les empezaba a parecer un lastre a los ideólogos del libre mercado que, por ello, pugnaban por reducir esa función al máximo dejándole al "ineficiente" Leviathan estatal sólo la función represiva, esa sí bien tratada y asistida en el presupuesto nacional.
Con el transcurso del tiempo las patas de la sota mostraron los tobillos. Era la "sociedad civil" la que debía avanzar a expensas del Estado. Y el mundo occidental se fue poblando de beneméritas instituciones que, con o sin "fines de lucro", se involucraban en la tarea de convencer a todos de que las soberanías nacionales eran una rémora de Westfalia. Es decir, del siglo XVII, y que nada mejor que democracia y derechos humanos para todos, bien entendido que la Libia de Gadafi, el Irak de Sadam o la Cuba de Fidel Castro no calificaban allí donde sí lo hacían la Colombia de Uribe o el Chile de Pinochet. Era, más bien, el libre mercado lo que les interesaba, no la sociedad civil.
Los buenos ciudadanos de la humanidad Gene Sharp y George Soros, a escala global, marcaron rumbos en cuanto a filantropía social e intenciones de las oenegés, y tuvieron imitadores, seguidores y filiales. Incluso en la Argentina.
El derecho a financiarse con ideólogos de las revoluciones de colores, o con traficantes de armas suecos, o con oenegés proaborto pero con expedientes abiertos en Europa por tráfico de órganos, o con teólogos protestantes cuya principal actividad global es militar contra el Vaticano, es un derecho de los que así lo quieren. Y en todo el mundo, incluso en la Argentina, hay quienes así lo quieren. Pero hay que saber que esa fue y es buena parte de la actividad para la que fueron pensadas, primigeniamente, las organizaciones no gubernamentales: dividir y confundir el campo popular y nacional. Tal vez no sean sólo amigos los que parecen ser nada más que buenos amigos.
No todas las oenegés, por cierto, califican para la sospecha. En Argentina existió, en su momento, el "grupo Sophia" que se presentaba en los salones como un grupete de buenas personas desinteresadamente interesadas en adecentar la política, inficionada por el populismo estatalista y su epifenómeno: la corrupción. Terminaron sus días, estos sophistas, como comité del Pro en la capital federal y trabajando duro y parejo para que Macri fuera presidente.
Pero no todas las oenegés locales -como decimos- fueron ni son tal grupo amante de la sabiduría. Lo que decimos es que, en lo esencial, tales oenegés fueron lanzadas al ruedo de la lucha ideológica global para instilar en las conciencias el venenito del facilismo: el hogar natural de la virtud es la "sociedad civil"; el del vicio, el Estado. No decían "achicar el Estado es agrandar la Nación", como decía Videla. Pero, de otro modo, decían lo mismo. Dicen lo mismo.
Lo otro es el lawfare. También pisó el légamo de la lucha por el poder para desbaratar proyectos obreros, populares y soberanistas, pero no apuntando a la organización de los trabajadores sino a sus liderazgos.
Se habla mucho más del lawfare en estos días de lo que se lo hacía antes. Por lo menos en Argentina. Ello tal vez se deba a que Macri puede ir preso (Carlotto dixit) y, con él, una parte pequeña pero bullanguera de la caterva que lo acompañó en la perpetración de los delitos.
Pero se incurre en un error de concepto cuando ciertos periodistas o políticos se refieren a esta "institución". El lawfare no consiste en accionar penalmente contra uno o varios funcionarios corruptos, sino en hacerlo con el propósito de expulsarlos de la actividad política o de involucrar en los delitos a personas ajenas a los mismos con la finalidad de apartarlas de la competencia electoral. La dimensión extranacional del lawfare deviene, de este modo, epifenómeno de su naturaleza jurídica. Y así, no es sólo Cristina. También Lula, Correa, Evo Morales, Manuel Zelaya y Fernando Lugo fueron, a su turno, víctimas de persecución política por parte de lo que el periodista Carlos Pagni llama, con sarcasmo, "el capital financiero internacional, los Estados Unidos y la prensa".
Se trata de una colusión espuria que no tiene nada de fantasmático ni de antojadizo, como sugiere el calificado periodista. Por el contrario, es el actor colectivo que realiza, en esta etapa histórica, ciertos objetivos de política exterior de esos mismos Estados Unidos en la región: debilitar los liderazgos que asoman con virtualidad suficiente como para lograr que los pueblos abandonen un estado de serialidad indiferenciada para devenir sujeto político único con programa y conducción propios.
Nadie se va a cortar el dedo con el cuchillo del lawfare. Éste no es ningún bumerán que hoy nos sirve pero que mañana se nos podría volver en contra. Y ello es así porque, por caso, perseguir penalmente a Macri es perseguir los delitos que sedicentemente cometió y no una manera de expulsarlo de la política, objetivo que, por otra parte, no le vendría bien ni siquiera a sus denunciantes, ya que la manera más segura de ganar unas eventuales elecciones presidenciales es, precisamente, tenerlo a Macri enfrente como adversario. No es al político al que se persigue sino al presunto delincuente.
A Cristina, en cambio, se la persiguió y se la persigue para expulsarla de la política. Esto surge de los expedientes. Y se hace de dos maneras. Una: acusándola de delitos que no cometió (dólar futuro; memorandum con Irán). Otra: tratando de involucrarla en delitos que presuntamente cometieron otros (Hotesur-Los Sauces).
A Amado Boudou, por su parte, le hicieron lawfare por partida doble, como en la contabilidad. En primer lugar, lo acusaron en un expediente en el cual le negaron la comparecencia de testigos esenciales que su defensa había propuesto, fuertemente indiciados de participación en los hechos; y lo condenaron en base a la declaración de un "testigo" a quien luego se le pagaron sus servicios con una propiedad inmueble en Mendoza. En segundo lugar, le iniciaron el acoso judicial que terminó en su condena buscando que la "caída" de alguien inmediato a Cristina en el organigrama institucional implicara un perjuicio inmediato y directo para ella, que era el objetivo.
No hay contrapartida en el caso de la corrupción "M". Nadie busca, hoy, expulsar de la política y de la competencia electoral ni a Macri, ni a Rodríguez Simón, ni a Gustavo Arribas, ni a los inefables Dujovne y Toto Caputo. De lo que se trata es de que, si ese fuera el caso, paguen por lo que hicieron porque lo que hicieron perjudica a un país postrado pese a sus posibilidades, y con unos índices de pobreza e indigencia que ellos agravaron en simultáneo con lucrativos beneficios personales que habrían obtenido mientras gestionaban el poder del Estado.
Como colofón, lo que se discute, en Argentina y en el mundo, no son "las reglas" supuestamente inficionadas por la práctica de perseguirse unos a otros mediante un sedicente lawfare, aun cuando pareciera que esta discusión es la verdadera discusión. Pero es apariencia. Lo que se discute, en el fondo, es el poder. El poder del Estado. Pues de ese poder dependen los alineamientos geopolíticos y geoestratégicos de las regiones a escala global. Una América Latina integrada y autónoma no le interesa a Estados Unidos pues tal autonomía le resultaría letal para su enfrentamiento con China y Rusia a escala geoestratégica.
Esto no significa que las reglas no sean importantes. Pero si lo son, han de serlo siempre y se erigirán, como cortapisa a la dictadura y al delito, siempre, y no en modo selectivo. El diario La Nación viene apoyando los golpes de Estado desde el fondo de los tiempos y el actual ex presidente Macri rompió, cuando pudo, todas las reglas que pudo.
Para disponer del lawfare como recurso tienen que disponer del poder judicial como herramienta propia. En Bolivia, por caso, no lo tienen. Pero cuentan con la expectativa en unas fuerzas armadas inestables y poseen base social en un esperpéntico "comité cívico" que nuclea a los latifundistas fascistas de Santa Cruz de la Sierra. El nuevo jefe del departamento de Estado, Antony Blinken, ya anda diciendo que el legítimo gobierno de Luis Arce es "autoritario". Preparan el golpe, otro golpe; y las próximas elecciones de abril por las gobernaciones pueden ser un punto crítico.
Necesitan a toda América Latina sonando en el diapasón estadounidense. Si es "en el marco de la democracia", mejor. Si no, habrá que recurrir a los Bolsonaros o a los Áñez de turno. No es lo mejor para ellos. Pero peor es el "populismo", es decir, una América Latina integrada, autónoma e industrial. Su programa, el programa de las derechas asistidas por la corporación mediática, es nunca más Brasil dueño del Presal ni Lula mediando en el conflicto con Irán. Ese camino conducía a la paz. Y Estados Unidos -la economía de Estados Unidos que depende de la guerra- no tolera la paz.
En absoluto entonces, las cosas son como las presenta la derecha y sus repetidoras. Ya dan por sentado lo que primero deben demostrar: en Bolivia hay agravios al Estado de derecho, dicen. Y eso es mentira. En Bolivia se agravió al Estado de derecho con el golpe de Estado que derrocó a Evo Morales, pero como se trataba de Evo Morales, ellos -la derecha y sus repetidoras- no dijeron nada. Hoy, Áñez deberá hacerse cargo de los eventuales delitos que haya cometido junto a los otros golpistas presos; y si no han hecho nada se irán a sus casas, porque no hay lawfare aquí, nadie trata de que Áñez no se presente a una elección. No obstante lo cual ellos -la derecha y sus repetidoras mediáticas- si Luis Arce sigue en el poder, seguirán diciendo que en Bolivia, ahora, se agravia al Estado de derecho. Como no pueden hacer lawfare, harán golpismo posmoderno a través del diversionismo ideológico. En eso están.
Pero además de preocuparse por el hecho de que, en Bolivia, la ley, la democracia y los derechos humanos están en peligro desde que ganó el MAS (¡siempre dicen lo mismo!), el secretario de Estado norteamericano se preocupa -según entiende Carlos Pagni en La Nación del 30/3/2021- por la "judicialización de la política", por la "politización de la justicia" -que es su epifenómeno- y -de una y final- por la "inestabilidad democrática".
Esto que parece denunciar, en realidad es lo que busca, hoy, el Departamento de Estado en Bolivia. Es la "nueva" política del valetudinario Biden para Bolivia. Pero no hay lawfare, aquí. El presidente Arce no está persiguiendo a nadie. En todo caso, es la justicia boliviana la que se dispone a pedir cuentas a quienes rompieron "las reglas" derrocando a un presidente legal y legítimo.
Espiolandia y aprietelandia, acaba de decir Amado Boudou recurriendo a dos neologismos, como de su flor un gajo. Eso fue el macrismo aliado al poder judicial. Pero no inventó nada la derecha argentina. El espionaje y el apriete son políticas de la "gran democracia americana" que vienen del siglo pasado, que se comenzaron a ejecutar y se ejecutan a través del ciertas oenegés y de la "guerra judicial" y que tienen como enemigo a abatir, al precio de violentar todas las reglas -incluso las éticas- a los procesos que pugnan por la inclusión social, la industrialización y la soberanía nacional en un escenario global multipolar y sin hegemonías.
por Juan Chaneton - jchaneton022@gmail.com
Publicado en:
https://www.alainet.org/es/articulo/211632
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