Por esa época yo trabajaba en el Juzgado, y era un abogadito recién recibido, imbuído de mi propia importancia.
Lamentaba profundamente que mis ingresos todavía no me permitieran acceder al ansiado 128, que me ahorraría esas cuadras hasta la estación de Tribunales, donde tomaba el subte que me dejaba sano, salvo y algo desarreglado en mi departamento, al borde mismo de Once.
Ella subió en la estación de la Facultad de Medicina. Flaca, alta, con el pelo oscuro tapándole media cara y un montón de libros en las manos de dedos largos y huesudos. Manos de artista, diría mi abuela; manos de cirujana, pensé yo.
Se sentó a mi lado, arremangándose el guardapolvo blanco que llevaba abierto y flotante, como alas, sobre los jeans, que entonces llamábamos vaqueros, y una camisa a cuadritos, muy poco femenina.
Casi sin querer eché un vistazo a los libros que se puso sobre la falda. El título y el nombre del autor me saltaron a la cara, y no pude evitar el respingo: La Náusea, de Sartre. Era poco sabio, por no decir totalmente estúpido, andar circulando en un transporte público con un libro prohibido.
Alcé la vista y me encontré con sus ojos, grandes y pardos, como los de un cachorro, que habían sorprendido mi mirada de horror y me la devolvían, divertidos.
- No nos podemos quedar solo con lo que dicen los comunicados, no te parece?- cuchicheó, y reconocí la cadencia musical de Córdoba en su voz.
Tal vez debería haberme callado, quizás hubiera sido mejor mirar para otro lado, o cambiarme de asiento, pero esos ojos lo enganchaban a uno , y me di cuenta de que quería seguir mirándolos.
-¿No es peligroso?- pregunté, y ella me sonrió con una boca ancha y generosa, en un relámpago de dientes blancos.
- ¿Sartre? Hay cosas más peligrosas, y mucho menos bellas- sentenció, y a continuación disparó su nombre, como una declaración.
- Victoria.
- Aníbal - me las arreglé para responder, sin tartamudear.
- Ah, como el Cartaginés- sonrió.
- Como Troilo, mi viejo era fanático - reconocí, y ella se rió, con tintinear de cucharitas de plata.
Se bajó igual que como había subido, un remolino de pelo suelto y piernas largas, apoderándose de la plataforma como una conquistadora.
Dos días después volvió a subir en la misma estación. Me identificó de inmediato, y abriéndose paso entre la gente, fue a pararse a mi lado.
- ¿Cómo te va, Cartaginés? - saludó, y yo sonreí, feliz, ante ese chiste que sentí privado.
Una tapa colorida asomaba, insolente, entre los apuntes. Elsa Bonnerman y "Un elefante ocupa mucho espacio".
Esta vez me animé a hacerle la pregunta con los ojos.
- Para los pibes de la villa - explicó - Doy una mano en un comedor comunitario, ya sabés, higiene, alfabetización, esas cosas.
Asentí, imaginándomela leyendo, con esa sonrisa blanca y abierta, y la voz cantarina.
Desde entonces nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, en ese tubo rugiente y veloz, demasiado veloz para mi gusto, que terminó transformándose en mi universo paralelo, un lugar mágico que me desesperaba por alcanzar, caminando deprisa hasta la boca del subte, bajando las escaleras de dos en dos, hasta zambullirme en ese útero mecánico que me llevaría hasta ella.
Hablábamos y reíamos; a veces había incluso pequeños conatos de pelea por lo que ella llamaba mi "burguesa miopía", y yo su "exaltada hipersensibilidad".
Terminaba noviembre cuando le dije que deberíamos tomar algo, animarnos a salir del útero a la vida real.
Sonrió, apartándose el pelo de la cara, en un gesto que yo ya había aprendido a identificar como previo a una de sus lapidarias declaraciones.
- Esto debería ser la vida real, Cartaginés. Ojalá lo fuera. No me gusta mucho lo que hay ahí afuera.
Insistí, debatí, arguyendo, en esa esgrima verbal que tanto disfrutábamos, hasta arrancarle un casi sí.
- Me voy a Córdoba unos días, pero en dos semanas vuelvo. Entonces capaz que exploramos ese "afuera" que vos querés - me sonrió. antes de plantarme un beso en la boca y bajar, casi de un salto.
La vi alejarse, hacerse más chiquita en el andén, muerta de risa ante mi cara de desesperado asombro por no haber bajado a tiempo para seguirla.
Pelo suelto y piernas largas, sonrisa plena, a medida que el subte se alejaba, aprisionándome lejos de ella.
Pasaron los quince días prometidos, y treinta mas. Terminó Diciembre. Aún durante la Feria, me iba hasta Tribunales y tomaba el subte de vuelta, la cara pegada a la puerta, buscándola, esperando el reencuentro que no llegaba, y dándome cuenta de que solo sabía su nombre, sin dirección, ni apellido, ni teléfono.
Pasaron meses, después años; empecé a no pensarla durante un par de horas al día, luego un par de días al mes, y así, hasta llegar a ese estadío de sonrisa melancólica, muy de vez en cuando.
En febrero del 2005, atravesando la Plaza de Mayo, me crucé con la Marcha de las Abuelas.
No presté mucha atención, pensando en el regalo que le iba a comprar a mi nieta al salir de mi despacho, inmerso en mi vida, tan lejos de su lucha, porque yo nunca había tenido problemas.
Pasaba de largo, indiferente, inmune,hasta que los ojos de cachorro y el largo pelo lacio me golpearon desde la imagen congelada de una fotografía en blanco y negro: Victoria Armendáriz, 22 años, secuestrada por un grupo armado paramilitar el 26 de noviembre de 1979 en las escaleras del subte, estación Facultad de Medicina.
Y de golpe dejé de ser indiferente, dejé de ser inmune, y me quedé mirando la foto hasta que me picaron los ojos.
Y después corrí. Crucé la Plaza, corriendo, olvidado del auto que me esperaba en el estacionamiento pago, olvidado de mis 52 años, corrí hasta llegar a la boca de Catedral y me sumergí en el vagón, casi sin ver.
Lloré todo el recorrido. Lloré como un chico y como un hombre, lloré porque ella siempre había tenido razón, y hay cosas mucho más peligrosas y menos bellas que Sartre.
Y porque ahora yo también deseaba que el mundo real fuera ese, nuestro útero mecánico, ahora vacío, que ya no me llevaría a su encuentro.
por Cecilia Sosa
Docente y escritora
No se puede leer el artículo completo. Están cortados los márgenes
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