Todos los países del mundo necesitan divisas, monedas aceptadas por todos los estados, para comprar en el exterior los productos y las tecnologías que no pueden producir localmente. Algunos países, que poseen monedas fuertes, compran en el exterior con la moneda local. En cambio, la mayoría de los países del planeta necesitan para esas operaciones obtener “divisas” (dólares, euros, o alguna otra moneda aceptada en todos lados). Las divisas se obtienen de dos maneras: endeudándose o exportando. Por eso las exportaciones son vitales para todos los países del mundo.
Pero no todos exportan lo mismo; se puede exportar bienes industriales, servicios, tecnologías, energía, materias primas.
Los países que venden materias primas dependen mucho del valor internacional de esas commodities, que varía continuamente en los mercados internacionales. La venta de materias primas genera en realidad muchas dificultades: no tienen o tienen muy poco valor agregado, generan poco trabajo interno y generalmente muy mal pago, y la riqueza generada por esas actividades se concentra en muy pocas manos. Esta concentración se evita si ese recurso esta en manos del Estado, lo que a veces sucede en casos impensados (Chile con el cobre, por ejemplo). Esas son características comunes a todos los exportadores de materias primas.
El caso argentino tiene la particularidad de que exportamos alimentos, los mismos que consume la población. Esto hace que los productores tiendan a llevar el precio interno de esos productos lo más cercano posible al precio internacional, tornándolo impagable para la mayoría de los habitantes. Pero, aún en los casos en los que se exporta un alimento que no es el preferido por los habitantes del país (como la soja), el alto precio internacional de la soja arrastra hacia arriba los valores de los demás productos, ya que valores tales como el alquiler de los campos, la maquinaria agrícola, los fertilizantes o los pesticidas se fijan pensando en el bolsillo de los sojeros. Si el productor de papa, tomate o lechuga necesita de esos productos, deberá pagar lo mismo que el sojero, con lo cual el precio de esos productos también se incrementa.
De la misma manera, en estos meses ha subido mucho el valor del maíz, cereal que se utiliza para alimentar pollos, cerdos y otros animales, lo que ha generado un aumento de esas carnes.
Uno de los mecanismos para desconectar el precio interno del internacional son las retenciones, un mecanismo impositivo que le quita a los exportadores un porcentaje del precio de venta al exterior, lo que baja automáticamente el precio interno. En 2008, en los primeros meses del primer mandato de Cristina Fernández, se estableció un mecanismo de retenciones móviles a través de la resolución 125. Las retenciones móviles generaron un largo y complejo conflicto con los productores rurales, que fueron apoyados por la mayoría de la clase media, que jamás entendió que las retenciones además de una fuente de recaudación impositiva, era un mecanismo de control de precios, o sea de control de la inflación.
Otro problema de las exportaciones primarias de la Argentina es que el ingreso de divisas no es tan automático como sería deseable. Los productores rurales especulan con algunas cuestiones fundamentales: en primer lugar, con el valor internacional de esas commodities. Si al valor lo consideran bajo, guardan el grano en silos bolsa hasta que alcance el valor deseado. La otra especulación pasa por el valor del propio dólar; cuando lo consideran bajo no venden sus granos, o los venden pero retienen sus dólares hasta que la divisa alcance el valor que ellos desean. El mecanismo es bastante perverso: al retener los dólares, éstos escasean, y por lo tanto suben. Es una profecía autocumplida. Acopian un producto, y hacen subir su precio.
En estos aspectos el gobierno de Macri fue realmente pernicioso, ya que tomó decisiones muy fáciles de tomar –y demagógicas con su base electoral- pero muy difíciles de revertir por un gobierno posterior: quitó retenciones de muchos productos, y eliminó el plazo máximo en el cual los productores podían retener los dólares sin venderlos. Los autorizó por lo tanto a especular sin fecha límite, hasta la eternidad. El tema retenciones fue parcialmente resuelto por el propio Macri, quien ante el desquicio generado por sus medidas en la economía debió decidir un regreso parcial de algunas retenciones. Como los productores apoyaban la administración amarilla, aceptaron el nuevo esquema de retenciones sin protestas lacrimógenas o destempladas. Porque en general, cuando los gobiernos son de otro signo político, los productores rurales reaccionan con auténtica violencia ante cualquier medida que pretenda regular la actividad, establecer controles estatales o aumentar las retenciones. Y, como son sectores muy poderosos e influyentes, consiguen con mucha velocidad medidas judiciales que los respalden. Es una de las tantas situaciones en que vemos a las autoridades políticas elegidas por el pueblo siendo jaqueadas por los poderes reales, económicos, judiciales y mediáticos.
Pero tienen estos empresarios del campo otros mecanismos que les permiten controles en el borde de la ilegalidad (o dentro de ella). Son pocos. Se trata de un puñado de grandes productores, latifundios de un origen oscuro en las campañas contra los indígenas en el siglo XIX –a esos habitantes originarios no les compraron las tierras, se las robaron-, o grandes pooles de siembra que controlan o alquilan grandes extensiones de campos. Estos grandes productores fijan las condiciones y los precios de la producción. Obviamente los beneficios no son para todos. Las zonas más ricas del campo argentino son permanentemente expulsoras de población, envían sus pobres a las ciudades-y luego se quejan de que les cobran impuestos para mantenerlos-.
Estas grandes empresas agrícolas controlan generalmente los puertos, o sea que se controlan sus propias exportaciones. Esto permite operar a la vez en varios países de la zona, y hacer figurar que las exportaciones se originan en el estado que cobre menos impuestos. Hay muchas denuncias al respecto, pero poco que se pueda hacer mientras la empresa que exporta el grano sea la misma que domina el puerto que la controla, o sea socia de ella. Se controlan a sí mismos; sólo faltaría que dominaran la AFIP –ha pasado con algunos gobiernos- y decidan cuánto deben pagar de impuestos.
En las famosas “20 verdades peronistas” se sostenía que “el trabajo es un derecho que crea la dignidad del Hombre y es un deber, porque es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume.” Digamos que esto último parece difícil en una estructura agrícola donde un puñado de personas controlan todo, e incluso ostentan el poder para gambetear las regulaciones estatales. Pero quizás lo más grave no es esto, sino el apoyo que estos sectores reciben de sectores medios que no tienen de ninguna manera los mismos intereses –se vio hace poco en el caso Vicentín como se daban estos apoyos-.
El trabajo es un derecho que, según afirmaba Juan Domingo Perón en su quinta verdad, crea la dignidad del hombre. Pero, para que exista dicho trabajo es necesario que la economía y la sociedad del país se orienten hacia una estructura económica que genere empleo, evite las ganancias excesivas de algunos sectores minoritarios y regule las variables económicas.
El Estado surgió en la historia humana para evitar los abusos de los fuertes, para generar un sistema de reglas que deban ser cumplidas por todos y para castigar al que no las cumpla. El Estado debe cumplir el mismo rol en la economía.
Si aplicamos la meritocracia, si permitimos que el zorro compita libremente con las gallinas en el gallinero, ya sabemos cuál va a ser el resultado. Lo hemos visto varias veces.
Adrián Corbella, 10 de enero de 2021
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