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lunes, 4 de mayo de 2020
Graciana y los perros, por Rafael Bielsa (para "Identidad Colectiva" del 03-05-20)
Mayo 3, 2020 Identidad Colectiva
Por Rafael Bielsa.
Graciana Peñafort es una gran abogada -directora de Asuntos Jurídicos en el Senado- y aún mejor ser humano. Su conducta, sus valores y su inteligencia honran la vida. Esto es lo que yo siento y pienso.
Dicho lo anterior, vamos a zambullirnos en las aguas de nuestro dañoso y doliente país. El Poder Ejecutivo Nacional, responsable de la gestión diaria del Estado, puede dictar excepcionalmente decretos de necesidad y urgencia, en acuerdo general de ministros y dentro de los diez días someterlos a la consideración de la Comisión Bicameral permanente, excepto en materia tributaria (además de penal, electoral y del régimen de los partidos políticos). Así lo establece el artículo 99 inciso 3º de nuestra Constitución Nacional.
Esto quiere decir, que el primer borrador del proyecto de los diputados Máximo Kirchner y Carlos Heller, que en principio gravaría a las personas con patrimonios superiores a los 3 millones de dólares y afectaría a 12 mil individuos, llamado por los ricos “impuesto a los ricos”, debe tratarse por las Cámaras del Congreso. Además, por el artículo 44 de la Constitución, en materia de contribuciones le corresponde la iniciativa a la Cámara de Diputados.
Fijar tributos a los económicamente más favorecidos dista de ser una originalidad. A los casos de Bill Gates y Ian Simmons en los Estados Unidos, se suma -entre otras- una iniciativa planteada en Europa por Gabriel Zucman, Emmanuel Sáez y Camille Landais, quienes proponen un gravamen extraordinario para el uno por ciento más rico con una alícuota creciente: 1% para las personas con más de 2.000 millones de euros de patrimonio, 2% para más de 8.000 millones y tres por ciento para los que superen esa cifra. Calculan que el “impuesto Covid” podría recaudar por año el 1,05 por ciento del PIB de la Unión Europea.
Ante ello, de manera previsora, la presidente de la Cámara de Senadores y vicepresidente la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, se presentó ante la Corte Suprema, patrocinada por la doctora Peñafort, para que el tribunal despejara el estado de incertidumbre respecto de la validez legal de sesionar mediante medios virtuales o remotos (artículo 30 del Reglamento de la Cámara de Senadores de la Nación).
O sea que, en el contexto de la emergencia excepcional desencadenada por las consecuencias del COVID-19, y con el “impuesto a los ricos” en sala de pre-embarque, la doctora Peñafort -antes de que la Corte se pronunciara- escribió un tweet que decía: “Es la Corte Suprema quien tiene que decidir ahora, si los argentinos vamos a escribir la historia con sangre o con razones. Porque la vamos a escribir igual”. En otras palabras, con sufrimiento de los que menos tienen o con normas que equilibren las cargas.
La frase hizo que ardiera Troya. Que se derrumbara el cielo. Que llegaran las diez plagas bíblicas. Que se cumpliera la profecía del Armagedón, en versión dibujos animados. Sobre Peñafort llovieron bastonazos, varapalos y fustazos. Una erogación de ardores dignos de mejor causa.
Además de la doctora Peñafort, hubo otros irreverentes que se atrevieron a tanto. Sin ir demasiado atrás en la historia, António Costa, Primer Ministro de Portugal, dijo recientemente que era “repugnante” el pedido de investigación a España, sugerido por el ministro de Finanzas de los Países Bajos Wopke Hoekstra. La pobre España, según el holandés, lo merecía por “… no tener recursos presupuestarios suficientes para contener la pandemia”. Cuando preguntaron a Costa si se había excedido, el Primer Ministro respondió: “¿Quién, yo? Usted está bromeando. El que se excedió fue él. Pretender resolver la pandemia en Holanda sin hacer nada en España o Italia es no entender nada”.
En la Gran Licuadora Nacional, la frase “… es la Corte Suprema quien tiene que decidir ahora, si los argentinos vamos a escribir la historia con sangre o con razones” fue el argumento necesario para dedicarnos a una de nuestras pasiones predilectas: comernos a nosotros mismos. Los ingredientes para el análisis son, en principio, dos: 1) el par opositivo “salud versus economía”, y 2) la diferencia que existe entre “el buen decir” y “el decir bien”. Veamos.
Optar entre “salud” y “economía” -al margen de que, en lo personal, pienso que es un falso dilema- lleva implícitas dos formas de ver la vida. Por un lado, “la única opción moralmente aceptable es la que busca minimizar, al precio que sea, el número de vidas humanas que se cobra la pandemia”. Por el otro, “es preciso mantener la actividad económica y el resto de actividades sociales lo más cerca posible de los niveles normales”.
Como combate de fondo, sería António Costa versus Boris Johnson (o Donald Trump, en alguna de sus infinitas metamorfosis de crisálida a mariposa y viceversa).
Así, lo que Graciana Peñafort expresó es su forma de percibir la responsabilidad institucional de la Corte frente a ese mismo dilema: porque lo cierto es que sabemos que los argentinos escribiremos nuestra historia de la manera que sea. Pero la escribiremos porque tenemos que escribirla.
Ante la dicotomía entre “la bolsa o la vida”, lo ético (con variantes) ha sido salvarla vida. El costo es que cada ciudadano europeo asume una deuda de 60.000 € para evitar una mortandad inimaginable. USA, Alemania, Reino Unido, Italia y España han invertido en su lucha contra la Covid-19, hasta ahora, 8 trillones de euros, o sea el 23% de su riqueza nacional.
Quizás, frente a este razonamiento elemental, resulta un poco excesiva una de las frases con la que se pretendió descalificar a la doctora Peñafort: parece “… bastante inútil tener que seguir insistiendo para demostrar la naturaleza militarizada a la que pertenece esta gente y el modelo de vida regimentado (a sus órdenes, por supuesto) que pretenden imponerle a la sociedad. No tienen la menor idea del respeto y el único idioma que entienden es el del atropello” (Carlos Mira). ¿Peñafort con borceguíes e indumentaria camuflada? La prefiero como se viste, con blusas de crepé georgette rojo (sangre).
La cuestión del cromatismo es útil para abordar el segundo tema: el estilo expresivo. Como todos sabemos, el Libro del Éxodo dice que, en la primera plaga, el agua se convierte en sangre. Quienes escribieron esos textos que fundan nuestra civilización, usaron metáforas, que no por serlo carecen de explicación científica. Según la ciencia, 1.500 años antes de Cristo el aumento de las temperaturas secó el Nilo, convirtiendo el río en un curso de aguas fangosas. El aspecto rojizo de las aguas fue motivado por un alga tóxica de agua dulce, conocida como alga Sangre Borgoña, que tiene una antigüedad de al menos 3.000 años y sigue provocando los mismos efectos en la actualidad. Cuando muere, tiñe el agua de rojo. El aspecto de la superficie del Nilo ha inspirado a Lawrence Durrell y a Naguib Mahfuz, quienes no tildaron nunca a Moisés de miembro de algún Comité de Defensa de la Revolución de Songo-La Maya, Cuba.
El estilo expresivo es una virtud que puede exhibir el lenguaje. A la ilustración argentina no le faltan exponentes. Escribir -por ejemplo- “… bebía a sorbos lerdos un té tibio en la galería del palacio y disfrutaba la última claridad de la tarde rojiza. Se oían de cerca los grillos y las melodías empeñosas del piano: dos de sus hijas aprendían en el salón inmediato sus rudimentos, alumbradas por lámparas de querosén recién encendidas” (Jorge Fernández Díaz). Una magnífica forma de decir que Justo José de Urquiza esperaba la muerte.
Un buen escritor sabe que “sangre” es una metonimia frecuente de “sufrimiento” y de “sacrificio”. “Metonimia” es la sustitución de un término por otro que presenta con el primero una relación de contigüidad espacial, temporal o causal. El “buen decir” pertenece a la fisiología del lenguaje, no abunda y se agradece precisamente por eso.
Julio Oyhanarte, en su Historia del Poder Judicial, decía que “… la Corte Suprema no puede modificar el curso de la historia. Carece del poder necesario para hacerlo”, remitiéndose a Alexander Hamilton. Aquél Padre Fundador afirmaba que el Poder Judicial “… no posee ni la bolsa ni la espada, sino solamente el juicio”. Cuando decía bolsa, no se refería a la que acarrea “el hombre de la ídem”, y cuando escribió “espada”, no mentaba a las pistolas de caballería Flintlock M 1770, calibre 18,5 mm. Metonimias.
Pero los bastonazos, varapalos y fustazos no provinieron del “buen decir”, sino de un ejercicio insalubre de interpretación de lo que “quiso decir” la doctora Peñafort: “¿Existe la amenaza de una guerra civil? ¿De una resucitación de la lucha de clases? ¿De un regreso a la violencia política en alguna de sus formas? Ninguna historia se escribe con sangre si no hay violencia en el medio. Cualquier alternativa es posible” (Joaquín Morales Sola).
El “buen decir” no es lo mismo que el “decir bien”. Bien, se pueden decir barbaridades; el buen decir es el estilo. Y como dijo el conde de Buffon, “… escribir bien es a la vez pensar bien, sentir bien y expresarse bien; es poseer a la vez ingenio, alma y gusto” Las interpretaciones sesgadas no pertenecen a la fisiología de la lengua, sino a su patología. También escribió Buffon: “… estas cosas están fuera del hombre, pero el estilo es el hombre mismo: el estilo no puede robarse ni transportarse”.
Y es la rama que suele preferir la Argentina ilustrada. Como la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner recogió el tweett de Graciana Peñafort, la Argentina de la Ilustración entró en “fallo general” según los usuarios de Windows: “El gran problema es que ese discurso parece tener el aval de la Vicepresidente, ya que está formulado por una empleada suya directa y se ocupó además de la difusión de ese concepto. Una cosa son los monos y otra cosa es la dueña del circo. La dueña del circo habla de “sangre”. La Vicepresidente, que no se ocupa de la pandemia, reivindica discursos violentos. Una vez más en la Argentina padecemos a la violencia amenazando desde el poder” (Darío Lopérfido). Esto ni es “buen decir”, ni es “decir bien”, ni es una sorpresa. Es una ordinariez.
La encendida proclama de Felicitas Beccar Varela, desde la ciudad de Manuelita la tortuga, Pehuajó, donde desgranó que el coronavirus es utilizado como excusa para “fundir a las empresas” para luego estatizarlas, y que el Gobierno tiene un plan para liberar a los presos para formar “patrullas que amenacen a jueces y expropien el capital”, no será analizada ahora. Su estilo no pertenece a la retórica, sino a la zoosemiótica pura.
Mario Vargas Llosa, el escritor (no confundir con el candidato a la presidencia del Perú), estudió unos años en el Colegio Militar Leoncio Prado, y esa aventura determinó su primera novela, que principio llamándose “La morada del héroe” y luego “Los impostores”. Allí narra las historias de unos muchachos que viven una forma de vida humillante, que no les permite desarrollarse como personas. Sin embargo, algunos, unos pocos, encuentran en el obstáculo la fortaleza necesaria para afrontar el reto de vivir.
Finalmente, la novela fue conocida como “La ciudad y los perros”. La doctora Graciana Peñafort pertenece a la estirpe de los que sacan fuerzas que ignoraban que tenían, y logran vivir como piensan. Porque hay muchas maneras de no ser, y no es lo mismo que vivir honrar la vida.
Publicado en:
https://identidadcolectiva.com.ar/graciana-y-los-perros/
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