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domingo, 22 de marzo de 2020

TODO VIRUS ES POLÍTICO, por Marcelo Figueras (para "El Cohete a la Luna" del 22-03-20)


El virus apesta pero tiene esta propiedad: le ofrece a cada uno la posibilidad de salvar al mundo

por  MARCELO FIGUERAS 
MAR 22, 2020 

Está esta serie. Se llama Westworld, la produce HBO. La historia original la concibió un escritor mediocre de ideas brillantes llamado Michael Crichton. (El autor de la novela Jurassic Park, por ejemplo.) En su primera encarnación —una peli de los ’70 con el dolape Yul Brynner—, Westworld describía un parque temático al estilo Disney, con el Salvaje Oeste (el Wild West) como escenario y un montón de androides haciendo el papel de cowboys e indios, para delicia del público. Pero claro, los robotitos se rebelan y las cosas se complican, tanto para los visitantes al parque como para la corporación que lo explota. El clásico esquema que vertebra Frankenstein; o, El Moderno Prometeo (Mary Shelley, 1818) y que también, si queremos salir de la zona de confort, está presente en los primeros libros del Antiguo Testamento o Torah. Un cuestionamiento más que válido, que podría expresarse así: que me hayas creado, ¿significa necesariamente que sos mi dueño y que no me queda otra que hacer lo que ordenes?

Esta versión de Westworld va por su tercera temporada y ha sido remozada por Lisa Joy y Jonathan Nolan. (El hermano de Christopher y colaborador autoral de películas como Memento, The Dark Knight e Interstellar.) La serie nunca me conquistó del todo. Jonathan es como Christopher, un muchacho convencido de su propia inteligencia, pero que nunca termina de trasladar sus ideas al drama de manera satisfactoria. Son como un estudiante universitario que se levanta la remera, orgulloso, y te muestra que sobresale en su panza una forma geométrica inconfundible: que te hayas tragado un libro importante no significa que lo hayas metabolizado bien. Pero la serie se deja ver —su diseño de producción es de lo más deslumbrante de las pantallas de hoy— y, a juzgar por el primer capítulo de esta temporada, Joy y Nolan se han decidido a contar algo propulsivo en vez de seguir sentados en el charco de su propia importancia.

O a lo mejor mi entusiasmo actual se debe a que el contexto cambió, y en medio del coronavirus Westworld se ve —se lee— diferente.



Clase laburante y esclavos de metal en «Westworld».

La serie le debe tanto al original de Crichton como a Blade Runner (1982), el clásico de Ridley Scott inspirado en una novela del visionario Philip K. Dick. Aquí también se trata de una historia que desplaza sus simpatías paulatinamente, de sus personajes humanos a los androides. Al aproximarse el final, todo espectador sensible se ha pasado al bando de las inteligencias artificiales, o como mínimo les reconoce el derecho a decidir sobre su propia existencia, al igual que lo hacemos —o intentamos hacerlo— aquellos que estamos fabricados de carne y hueso. Lo inquietante de ambos relatos es que cuestionan el rol central que los humanos creemos ocupar en el universo. ¿Por qué la vida humana debería ser más importante que la vida animal o que otras formas de vida que, al menos en el caso de estas ficciones, son capaces de mirarnos a los ojos y decirnos yo también quiero existir en libertad?

Los virus también son formas vivas, con la característica de que sólo se multiplican dentro de un organismo ajeno. Yo creo ser empático, pero aun así no me da el cuero para simpatizar con agentes infecciosos que cagan a tanta gente. Sin embargo, no por eso voy a perderme el efecto catalizador que el coronavirus tiene en el mundo. Los bichitos no se ven —enemigo invisible, los llamó Alberto—, pero sus efectos son inescapables. Una emergencia como la que transitamos, disruptiva en materia de rutinas, tareas y relaciones, tiñe nuestra existencia de a poco, como un chorro de tinta en un vaso de agua. Y si hay algo digno de ser contemplado ahora, si existe en estas horas un espectáculo fascinante e imperdible, es el modo en que el virus potencia a diario todo lo horrendo y lo maravilloso que caracteriza a nuestra especie.






El androide Roy Batty en «Blade Runner»: «Vivir con miedo es ser un esclavo».


Verdugos en offside

Para justificar la primacía por encima de los seres vivos, los humanos inventamos a un dios que nos designaba al comando del mundo. (Algunos dioses se dejaron adoptar por un pueblo equis antes que por sus vecinos o los pueblos de otras latitudes. No eran muy afectos al turismo internacional.) En el fondo todos sabemos que llegamos hasta acá por una concatenación de hechos, muchos de ellos fortuitos, en los cuales tuvieron tanto que ver la química, la física y el azar. Basta con prestar atención a una red social y ver las cosas que bocha de gente dice, para que caiga la ficha y entendamos que, en buena medida, si duramos tanto en este planeta fue de milagro.

Crecimos prestándole atención a una ciencia de la Historia que contaba el cuento a partir de sus hombres (porque casi siempre eran hombres, según la versión oficial) más notables. Presumiendo que todavía tenemos por delante un futuro largo y venturoso, ¿qué pensarán nuestros herederos si la historia de hoy termina también siendo contada a partir de los hechos y omisiones de nuestros líderes?






El fallido Mesías de la Cama Solar.




El panorama no pinta alentador. El Presidente del país que se presume más poderoso —ese título será una de las tantas cosas que el coronavirus pondrá en cuestión— arrancó bajándole el precio al tema, después le echó la culpa a China y en el medio se mandó una manganeta que lo pinta de cuerpazo entero: ofreció un fangote de guita a un laboratorio alemán, CureVac, para hacerse con una potencial vacuna en exclusiva. El muy impresentable sólo considera la crisis en términos de su próximo desempeño electoral. Imagino que soñaba con presentarse ante su pueblo como el Mesías de la Cama Solar, y no dudo de que habría intentado promocionar la vacuna como producto del ingenio de su nación; si el resto del mundo sucumbía al virus, le importaba un rábano. El twitt de alguien que se hace llamar karola123 subrayó algo que, como la carta robada de Poe, está delante de nuestros ojos pero no siempre vemos: ¿Se dieron cuenta de que EEE.UU. sólo salva el planeta en películas? Lo paradójico es que los que parecen estar más cerca de producir una vacuna son aquellos que en las películas siempre ocupan el rol de villanos: alemanes, chinos y cubanos.

En la mitad sur del continente también tenemos lo nuestro. La adicción del chileno Piñera a las fuerzas militares ya es indisimulable. Se levanta un día con dolor de panza o se mosquea porque perdió Colo Colo y te saca el ejército a la calle. Bolsonaro empezó por echarle Flit al asunto, salió a darse un baño de masas, se abrazó con compatriotas que protestaban contra su propio Congreso y se trenzó en lucha libre con un barbijo que se resistía a besarlo. (Al igual que el Quetejedi, necesita un tutorial para salir airoso de la tarea.) Dado que parte de su entorno, en particular aquel que lo acompañó a visitar a Trump hace semanas, cayó enfermo de coronavirus y él sigue de pie, sólo cabe una conclusión: los virus carecerán de cerebro mas no de inteligencia, porque hay ciertos organismos en cuyo interior —¡microscópicos Bartlebys!— preferirían no reproducirse.





Si achicamos el cuadro, la cosa no es menos escandalosa. Imagino que la mayoría se enteró de los siguientes casos, pero vale la pena recordarlos, porque el fuego de la indignación inicial no debería consumirlos: hace falta rescatarlos y ponderarlos, porque hablan de un mal que no habrá desaparecido cuando pasemos de página y los medios elijan otros chiches para jugar. La médica chaqueña jubilada y su hija, que dejaron un tendal de infectados a su regreso de Europa, incluyendo un niño. El entrenador de rugby que atacó al vigilador que sólo le recordaba su deber cívico. Los que rajaron con sus autos a la costa, simbolizados por el Mercedes blanco de un ex funcionario macrista y la mujer del Honda Civic que se cagó en los controles y quiso burlarlos a través de los médanos. El cordobés que fue el primer detenido por violar la cuarentena, al grito de: «No tengo que darle explicaciones a nadie». El triste payaso mediático que defendió su «derecho» a circular por calles a pesar de ser una potencial bomba viral. El pendejo que se fugó del hospital de Colonia, mintió a las autoridades y dejó a 400 pasajeros de Buquebús cuarentenados. El machito imbécil que se fardó ante sus amigos de haber intimado con una cordobesa que llegó de Europa con síntomas y terminó obligando a cerrar las fronteras de dos pueblos. Conozco los nombres de casi todas estas personas pero no quiero repetirlos, porque cuento que, cuando ya no existan, la Historia los borre de sus registros como se hace con todo experimento fallido — en este caso, de la humanidad.

Estas son sólo muestras de lo que pulula por las redes. No serán las últimas, claro. Y habría que sumarles los casos que —estoy seguro— ya les constan a ustedes y no llegarán a los medios. (Una amiga me cuenta del sobrino al que rajaron el jueves 19 de una textil de Ramos Mejía, que seguro sobreactuará su malaria para cazar subsidios. Yo podría hablar de gente insolidaria que pretende arriesgar a compañeres de trabajo y de rascapautas que demandan que otros se expongan, desde la impunidad de su cuenta de Twitter. …Mas debo refrenar mi lengua, diría Hamlet.)



«Westworld»: ¿qué habilita a los ricos de este mundo a pensar que les pertenecemos?

Este es momento de agrandar nuevamente el cuadro y alejarnos de las mezquindades de tanto burgués piccolo piccolo. Lo que hay que hacer es estudiar el panorama, sin abrumarse por la proliferación de casos que inspiran desesperanza respecto de la especie toda. Sí, hay mucho hijo de puta por ahí, dando rienda suelta a su egoísmo asesino. Salir a la calle cuando no es imprescindible y sin saber si estás infectado o no equivale a meterse en la popular de Boca haciendo malabares con una pistola cargada: la intención puede no serlo, pero en caso de ocurrir lo malo probable, el efecto es criminal. (Desafío el malhumor de cuarentena de la doctora Rockanfort y me dice que en efecto, un caso así sería como mínimo homicidio culposo. Si estabas conminado a cuarentena, puede tratarse de homicidio con dolo eventual. Y si te sabías infectado, ya entramos en el terreno del doloso liso y llano.)

El tema es que esa gente no nació así. Nadie nace así. Pero tampoco son un accidente. Cuando por torpeza te comés el marco de una puerta y dejás tu brazo en carne viva, eso es un accidente. Pero cuando, sin que te hayas chocado con nada, te aparece un bulto debajo de la piel, eso es un síntoma: la manifestación externa de un fenómeno que ya estaba teniendo lugar, aunque no nos diésemos cuenta.



El Indio Solari viene diciendo desde hace décadas —desde los primeros borradores de El delito americano— que nadie estará en mejores condiciones de heredar este mundo nuestro, así como está y lo padecemos, que los psicópatas. No es una expresión de deseo, claro, sino una observación desapasionada. En los ’80 la idea me hubiese sonado a boutade, el alarde de un visionario amateur. Hoy suena a descripción quirúrgica de un fenómeno evidente. Está claro que nadie prospera más en este sistema que los inescrupulosos, sin el menor respeto por la ley o norma ética alguna, que son capaces de cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Si buscás las características clínicas de estos personajes, vas a descubrir que describen a Cierta Gente Que Conocés, y a la perfección: encanto superficial, falsedad o falta de sinceridad, ausencia de remordimiento y vergüenza, egocentrismo patológico y carencia de empatía, tendencia a mentir de forma patológica, insensibilidad en las relaciones interpersonales, estilo de vida parasitario, comportamiento irresponsable.

Esta es la gente que brota como hongos en estos días, llamando la atención por su incapacidad de seguir las consignas de las autoridades sanitarias y por exponer a sus congéneres al daño. Quedan a la vista, flagrantes, porque el sistema al que hasta ayer se adaptaban hizo crisis, se pinchó, y en un contexto donde debería primar la solidaridad, se los pita por offside en las primeras jugadas. La gran lección de hoy es el proverbial elefante en el bazar, una monstruosidad que consume casi todo nuestro espacio y nuestro oxígeno y a la cual ya no podemos seguir fingiendo que no vemos: para la humanidad entera, no hay virus más mortal que el capitalismo salvaje.



La mano invisible del mercado es la primera que te suelta ante el primer peligro para volar a su bunker o palacete, y arreglate. Lo grave no es tanto el coronavirus, sino el hecho de que el neoliberalismo hizo mierda todos los sistemas de salud y no estamos en condiciones de darle a la gente una mínima atención. Por eso el chiste que dice que el producto mejor terminado del capitalismo es el pobre de derecha, porque vota a quien lo caga («Son como los perros», decía Cooke, «cuidan la mansión pero duermen afuera»), aunque ingenioso, resulta incompleto y por lo tanto equívoco, en tanto induce al error.

El producto más puro del capitalismo, su progenie concebida de modo natural, son los y las psicópatas que no pueden pensar más que en sí mismos.


Uno en cuatrocientos



Por defecto profesional, no puedo dejar de admirar cuán eficiente es un virus como recurso narrativo. Lo metés en cualquier narración y funciona, porque remueve toda hojarasca, se lleva puestos los grises molestos que enturbian la escena y deja planteado el drama en términos de blanco deslumbrante y negro carbón. Lo mismo que veníamos gritando desde hace años sin que nos diesen bola, ahora resuena claro y lo escucha el mundo entero, porque la vida de todos depende de ello. El virus es como ese truco que te permite leer el mensaje que había sido escrito con tinta invisible, y del cual depende toda la trama. Un texto legible, ahora, que describe lo que el capitalismo salvaje venía haciendo sin que nadie le parase el carro: privilegiar a pocos y abandonar a las mayorías a la enfermedad, la desesperación y la muerte.

Lo que estamos padeciendo no es tanto el coronavirus como las consecuencias del neoliberalismo. Que apenas se lo permitimos —porque bajamos la guardia, o porque lo votamos—, agarra el hacha y elige como blanco los sistemas de salud y educación, condenados y decapitados en tanto «gasto innecesario». Fíjense cuán perverso es el sistema, que lo primero que hace es despojarnos de aquellos servicios que en situaciones como la presente marcan la diferencia entre vida y muerte. Sin servicios de salud pública y sin la educación adecuada —una formación en la noción esencial de comunidad, de la generosidad como regla número uno de toda convivencia—, estamos fritos.



El género de la narración en curso es el drama, pero ofrece algún pasaje de comedia. La velocidad compulsiva con que los adalides del neoliberalismo están haciendo aquello que hasta ayer decían que era caca o simplemente imposible —poner guita en los bolsillos de la gente para que consuma y sobreviva—, es digna de los cortos de Chaplin y Harold Lloyd. De repente, aquello que veníamos pregonando y ellos negaban en el discurso y los hechos quedó claro y hoy no lo discute ni su economista más termocéfalo: si la gente no dispone de lo esencial, va a colapsar el sistema entero y ahí sí que sálvese quien pueda. Habrán advertido que no hay ejército privado que los proteja de una turba desesperada y por eso pusieron las barbas en remojo. (Por hoy, si los dejamos salirse con la suya: yerba mala…)

Por supuesto, las cosas empeorarán antes de mejorar. Veremos infinidad de escenas como las protagonizadas por esos pendejos que no quisieron perderse sus vacaciones de primavera y se mandaron a la Florida, desde cuyas playas dijeron: «Si me agarro el corona, me agarro el corona. Eso no va a privarme de ir de joda». Pelotuditos como estos son los que aparecen en el arranque de las películas de terror y son los primeros en caer guadañados, sin que a uno se le acelere el pulso. Pero no podemos caer en la trampa de creer que la mayoría de la gente es así. Esos son los que quedan en posición adelantada porque no están educados para respetar las reglas, como le pasa al Chavo cuando el profesor Jirafales manda a callar y todos callan menos él. Créanme: no son los más, son los menos. Me gusta la proporción del Buquebús puesto en peligro por ese forrito que, vaya ironía, viene de familia presuntamente educada: uno en cuatrocientos. Un infeliz en medio de cuatrocientas personas responsables. Con esas proporciones, yo apuesto. Esas proporciones alientan esperanzas. Ya lo dijo Gandhi: «No hay que perder la fe en la humanidad. La humanidad es como un océano; unas pocas gotas pueden ensuciarse, pero el océano en sí mismo no se vuelve sucio».


En estas horas próximas al 24 de marzo, mi cabeza y mi cuerpo resultan asaltados por el recuerdo de otras cuarentenas. El peligro era distinto a fines de los ’70, pero obligaba a precauciones similares. Evitar cierto tipo de exposición. Ser consciente de que había controles en las calles. Salir lo menos posible. Siempre le cuento a mis hijes la situación antinatural a la que la dictadura forzó al adolescente que yo era entonces: en la edad propia de la sociabilidad y la joda, cuando era como ese forrito yanqui que se niega a stop partying, los sábados por la noche me quedaba en casa, o a lo sumo visitaba o recibía a amigues. No era que mis padres me prohibían salir: yo me negaba a salir, porque aunque no entendía del todo lo que pasaba, percibía el pánico en el aire y prefería ser prudente. A pesar de que era el pendejo más apolítico del país —no por opción, sino por ignorancia—, entendía que si los bichos malignos que patrullaban por ahí me veían, iban a pescar al vuelo que yo no podía sino ser enemigo de lo que representaban.

Fue en esa época que un relato de ciencia ficción (como Westworld, como Blade Runner), me proveyó de un mantra que me ayudó a sobrevivir. Se llamaba Duna, su autor era Frank Herbert y dotaba a su héroe, el adolescente Paul Atreides, de una Letanía contra el Miedo que su madre le había enseñado. Ahí la releo ahora, subrayada por un lápiz tenue, en la página 14 de mi vieja edición de New English Library. La Letanía está en primera persona del singular, pero desde que me contaminó El eternauta (¡mas ciencia ficción!) con su defensa del héroe colectivo por sobre el individual, me la repetí siempre en primera del plural y así la comparto, por si les sirve:

«No debemos tener miedo. El miedo es el asesino de la mente. El miedo es la pequeña muerte que produce obliteración total. Vamos a enfrentar nuestro miedo. Vamos a dejarlo pasar, a permitirle que nos atraviese. Y cuando nos haya dejado atrás, enfocaremos nuestro ojo interior en el sendero que dejó. Donde hubo miedo ya no habrá nada. Sólo nosotros permaneceremos».



«Duna», de Frank Herbert: «El miedo es el asesino de la mente».




Este debe ser un tiempo de recogimiento, de pensar mucho y bien; hay que estar atentos y prepararse para la acción. Porque los escorpiones de la fábula querrán aprovechar la ocasión, aunque el mundo entero se hunda a su alrededor: van a tratar de rescatar empresas y bancos en vez de gente, de perfeccionar los mecanismos de control sobre la población, y eso es algo que no podemos permitir. Pero la oportunidad nos regaló también dos ventajas comparativas, una local y otra general.

La primera pasa por la suerte colosal que hemos tenido de que esto ocurra ahora y no hace un año o dos. Hasta los gorilas están aliviados de que el gobierno esté en manos de gente que hará lo indecible por cuidar de todos sin excepciones, sin ahorrar mango ni esfuerzo. Es como dice un amigo, el Topo Devoto. Ahora cambiaron todos, los neoliberales piden Estado, los troskos defienden las libertades «burguesas», los antivacunas reclaman un pinchazo que los salve, los medios se hacen los democráticos y la oposición empuja para salir en la foto. El único que no cambió es el peronismo, que «siempre se hace cargo de la papa caliente y busca que las medidas cierren con la gente adentro».

Alberto y Cristina harán política, que para eso fueron elegidos, y capitalizarán la ocasión para modificar condiciones estructurales (en lo que hace a la deuda, obvio, pero también en materia de formación de precios) de las que nos impiden crecer de modo sostenido con justicia social. Y cuando baje el agua y volvamos a abrir la puerta para ir a jugar, el pueblo pedirá que se haga justicia con aquellos que nos dejaron tan mal parados para protegernos del daño. A esa altura es probable que todos tengamos pérdidas que lamentar: gente real, con nombre y apellido, destinos truncados antes de tiempo. Por eso creo que, como ya ocurrió otra vez, el pueblo no cejará hasta ver juzgados y condenados a los que nos dejaron sin recursos esenciales. Para que podamos dar por cerrada la etapa del neoliberalismo, es imprescindible que haya justicia. Y no habrá justicia si no hay presión social para conseguirla. Esta vida es la única película de la cual, hasta donde nos consta, seremos protagonistas. Androides o no, la opción es resignarse o rebelarse ante los señores que están convencidos de que vinimos a este mundo para servirlos.



«El eternauta».

La ventaja general tiene que ver con las características de la pandemia. Muchos están preocupados porque proscribe el contacto físico, el abrazo, el beso, estrechar las manos. Yo prefiero considerarla de otra forma. Esas formas del encuentro humano son bellas, pero no infalibles. Los psicópatas también te besan, te abrazan, te dan la mano. La ventaja relativa del coronavirus es que, a este respecto, no admite engaños ni falsedades. Transparenta lo esencial, desnuda nuestras almas, torna imposible mentir. Si estás donde no debés, si salís a pesar de que no era necesario, sos un hijo de puta. En cambio si te guardás, si cuidás a los tuyos y al hacerlo cuidás a los demás, serás lo más parecido a un superhéroe que existe. El virus es una mierda en mil aspectos, pero tiene esta extraña, democrática propiedad: le ofrece a cada uno de nosotros la posibilidad de salvar al mundo. A pesar de lo pequeños e imperfectos como somos, nos permite convertirnos en la Mujer Maravilla, en Indiana Jones, en Lara Croft, en Juan Salvo, sin salir de casa.

Eso es lo que están haciendo ahora mismo, si es que me leen desde un lugar protegido. Del modo más literal, como eslabones de una cadena humanitaria que atraviesa y contiene al planeta entero, ustedes están salvando al mundo.


Publicado en:
https://www.elcohetealaluna.com/todo-virus-es-politico/


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