15 de septiembre de 2019
Por José Pablo Feinmann
Los panqueques que afloran día a día son las ratas que abandonan el barco. Los de Juntos por el Cambio decidieron hacer campaña política territorial y salieron a tocar timbres. Hablar con la gente, eso se proponían. Eso no pudieron hacer. Los echaron de todos lados. Nadie quiso escuchar sus mentiras de siempre. Ya ni ellos –los que tienen que decirlas- las creen. ¿Quién le puede creer a Marcos Peña cuando dice que cada cambiemista tiene que convencer a diez votantes de votar por ellos? ¿Cómo van a hacer? De aquí que toquen los timbres y los saquen a patadas de todos lados. Cambiemos se trocó en Rajemos. Macri ya fue, como dice la pegadiza cumbia que se canta y se baila en todo el país. Lo inexplicable es que ya no lo haya hecho. Que persista. Si tuviera un poco de percepción social, si supiera escuchar los latidos más profundos y aun los superficiales del humor social sabría que no se lo tolera más. Si hasta la obsecuente Mirtha le dijo que es un fracasado. Aunque luego se haya arrepentido, ja. Lo dicho ya está dicho, señora. Y le dijo lo peor que podría haberle dicho. Porque el fracaso no forma parte de la alegre cosmovisión del Pro. Un hombre Pro es un exitoso o no es nada. Es una creación de sí mismo. Se ha construido minuciosa y eficazmente. Ha llegado a ser lo que se hizo ser. A veces el intento –aunque sea obstinado- fracasa. Y el obstinado Macri, el hombre cuya estrella jamás dejaría de brillar, fracasó estrepitosamente. Tanto, que hasta su amiga, la señora que almuerza, se lo dijo. Lo hirió con la palabra más despectiva que podría haberle destinado: fracaso. El destinado a superar a papá –que fue un exitoso, algo turbio pero exitoso al fin- el liviano y frívolo joven de las farras de los noventa, el Freddy Mercury argentino, el que llegó a la presidencia de Boca Juniors, nada menos, y luego saltó a gobernante de la más grande y bella ciudad del país, y luego, entre globos amarillos, risas y bailes se apropió de la presidencia de la república, el exitoso indetenible, hoy muerde el polvo de la soledad, se ve envuelto en la niebla amarga, oscura de la derrota. Se ha vuelto impresentable. Ni sus antiguos amigos del FMI quieren hablar con él. Sólo Brandoni, que fue dolorosamente el gallego Soto de “La Patagonia rebelde”, que retó a los Montoneros el 1º de mayo de 1974, en la plaza histórica y trabajando para el viejo y agrio y malo tercer Perón, que fue el brillante y convincente vocero del mejor Alfonsín, sólo Brandoni pareciera quedarle. Y uno que otro más. Apenas unos pocos que ni siquiera le agitan levemente el sueño de ganar en octubre. Porque sabe que pierde. Porque nadie lo ve ganador. Porque todos hablan con Alberto Fernández, al que tratan sin más como el nuevo presidente. Porque el belicoso orador del 1º de marzo de este año ya no impresiona ni convence a nadie. Con suerte, si la justicia no lo alcanza antes, se irá a la residencia que tiene en Italia, cuyas cortinas ya colgó.
Deja un país arruinado. Llevará la pobreza cero que prometió casi al 40%. Las tasas de interés (que arruinan a la industria y el comercio) llegarán a más del 95%. La inflación no se detiene. Y es –según lo dijera en uno de sus pocos aciertos- la prueba infalible de la incapacidad de un político para gobernar. Creó millones de pobres. Miles de indigentes que duermen en las calles. Si Menem fue la yeta, la mala suerte, él es la desgracia. De aquí que esté solo. Y no nos alegramos de su desgracia. Porque es la nuestra. Nos la merecemos. Algo habremos hecho para que él pudiera hacer todo lo que hizo. La clase media colonizada por el poder mediático, la misma clase media unida –como siempre lo desea- a las clases altas por su odio a “los negros”, a los pobres, a los extranjeros, a todos los hermanos de Latinoamérica, a los delincuentes a quienes desea la muerte y no la justicia, la justicia corrupta, obediente al poder político, punta de lanza que reemplaza al viejo fusil de los militares de los campos de concentración, y por fin ese opoficialismo que les votó las leyes, las reformas, los presupuestos que eran despiadados planes de ajuste, todos crearon al destructor y sus guerreros sin piedad. De aquí que no será fácil reparar el daño. Pero no imposible. Y mucho menos sencillo. Porque ellos –los que militan en el bando de la maldad- no querrán unidad ni buscarán pactos sociales. Seguirán poniendo palos en las ruedas, impidiendo, lastimando. No hay que quejarse. Así es la historia. Sobre todo en este país querido, sublime. Y de mierda.
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