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domingo, 19 de abril de 2015

APUNTES SOBRE LA CUESTIÓN ELECTORAL, por Roberto Caballero (para "Tiempo Argentino" del 19-04-15)


Por qué no pensar un candidato cristinista si los otros necesitan de sus votos fidelizados para triunfar. Las distancias entre militantes y dirigentes con responsabilidad territorial a la hora de definir las candidaturas.


Sucede ante cada elección. Es un malestar recurrente. Al momento de armar las listas, son los gobernadores e intendentes los que logran imponer los candidatos para la supervivencia de su exclusiva estructura de poder municipal o provincial, segregando a las agrupaciones militantes o a los sectores más dinámicos e ideologizados del mismo espacio político.
El kirchnerismo tampoco se sustrae a esta ley. Por el contrario, debido a su representatividad, es quizá donde más evidente se hace. Está claro que su militancia supera a la de otras fuerzas políticas. Su capacidad de convocatoria –que casi siempre recae, precisamente, sobre las mismas aguerridas agrupaciones militantes de Unidos y Organizados– es sin duda la más aceitada, y genera multitudinarias manifestaciones de apoyo a la presidenta. 
Pero cuando se trata de sumar cargos electivos, es decir, a la hora de la verdad de la política tradicional, la categoría "militante" se ve obligada a subordinarse a aquellos dirigentes que cuentan con incidencia concreta, efectiva en los territorios, que, en la práctica, arriman al proyecto el caudal electoral cautivo o referenciado con ellos mismos o las figuras que promueven.
En líneas generales, según como venga el armado y el cronograma electoral, esa propensión al blindaje propio alimenta al diseño general. Eso ocurre sólo cuando el mandamás territorial supone que colgarse al esquema nacional le aporta votantes. Cuando no, desvincula las elecciones regionales de las otras y listo.
Los dueños de las intendencias y provincias responden primero que nada a sus necesidades. Tienen más vocación de poder por el poder mismo que deseos de protagonizar una gesta.




Como, además, el kirchnerismo se precia de ser una alternativa a las viejas prácticas, para sus seguidores devotos es descorazonador resignarse ante lo que parece un axioma inapelable: territorio mata militancia.
Para ponerlo en palabras más llanas. Hay un drama, y es que las agrupaciones que brillan en la convocatoria callejera, no logran transferir esa eficacia movilizadora al terreno del voto y los cargos, donde pesan más las estructuras que se confunden con las administraciones y sus políticas públicas más o menos serias. 
Un intendente, no importa cuál fuere, para quien el calendario de movilizaciones caras al imaginario kirchnerista le resulta un carnaval remoto, tiene mayor peso en la definición de las candidaturas del FPV de su municipio y hasta en las de su provincia, que todas las agrupaciones militantes del mismo territorio que llenan las plazas, reparten volantes en las esquinas y se esfuerzan en organizar desde ayuda escolar hasta charlas esclarecedoras sobre la política nacional en sus locales.
Es común que jefes comunales y mandatarios provinciales llamen "alambrar el territorio" a su esfuerzo para perpetuar su influencia y limitar la de sus adversarios y hasta de sus aliados. Hay, incluso, una profesionalización de las estrategias de sobrevivencia, que no encuentra diferencia entre políticos de un partido u otro. Son modalidades transversales. No se trata, de todos modos, de un asunto de índole moral. Los intendentes y gobernadores no son los malos de la película. Aprendieron a construir poder territorial bajo un código de hierro: el que gana, manda; el que pierde, de acuerdo a su performance, acompaña desde el lugar que decide el que ganó. De su cuota de generosidad, entonces, va a depender si es un lugar relevante o el más lúgubre de la administración. O ninguno, si es que el perdedor directamente perdió por no desafiarlo en la cancha.
Aunque cueste admitirlo, la lógica de las estructuras tradicionales de la política, está ocupada sólo en las jornadas electorales. Su talento es cosechar votos, como sea. Su obsesión es permanecer. Las movilizaciones, desde esta óptica, son apenas parte del cotillón. 
Algunos de estos dirigentes se mostrarán para la foto, el fondo de banderas rinde, pero su aporte a esa masividad enérgica es insignificante. No les quita el sueño. En la juventud que canta y se emociona ven un coro. En la batalla cultural, un juego de mesa de intelectuales. En la pelea antimonopólica con Clarín, a lo sumo, una sumatoria de frases de artificio.
¿Por qué el kirchnerismo militante sostiene jefes comunales y gobernadores que, según se deduce, van a ser kirchneristas hasta el 10 de diciembre y luego van a independizarse de cualquier lealtad doctrinaria para concebirse como nuevos inquilinos transitorios de lo que se convierta en mayoría? La respuesta es compleja. 
Los dueños de las intendencias y provincias responden primero que nada a sus necesidades. Tienen más vocación de poder por el poder mismo que deseos de protagonizar una gesta. Pero suman votos, o eso prometen y, a veces, hasta cumplen. El propio kirchnerismo militante construyó una trampa. Como si toda su mística hubiera quedado atrapada en un discurso épico que elude los asuntos pedestres, de los que sí se ocupan, por pragmatismo, intendentes y gobernadores, que por mandato de las urnas alcanzan niveles de representación también válidos.
Cristina Kirchner es una estadista excepcional. El mayor cuadro político del movimiento nacional. Hoy, indudablemente, su única conductora. Encarna como nadie, a su vez, el último –por reciente, no por fenecido– relato heroico de la política argentina. Cautiva a multitudes que pueden estar en una plaza durante cuatro horas escuchando su discurso de apertura de sesiones legislativas. 
La comunicación es, casi, religiosa entre la líder y sus seguidores. Lo que digan las encuestas sobre su alta imagen es anecdótico: atravesar cualquiera de sus plazas militantes, verdaderos foros públicos de alto voltaje político y emotivo, difumina toda incertidumbre sobre su futuro y la trascendente conexión, en términos históricos, que logra con un franja enorme de la sociedad.
Eso lo ven también intendentes y gobernadores. Por eso están hoy dentro del FPV. Por eso mismo fracasó el Operativo Garrochas de Sergio Massa y del peronismo federal, el de la derecha sin pruritos. El kirchnerismo existe, tiene votos propios, y están dispuestos a tolerarlo mientras huelan que produce más adhesión que rechazo entre los que los votan este año.
Que esa potencia kirchnerista, sin embargo, se vea luego administrada en sus efectos por maquinarias brumosas que cuyo único afán es la perdurabilidad propia en el espacio territorial, es una realidad que llama a repensar el cómo, el por qué y el para qué miles y miles de kirchneristas convencidos se convencieron de que querían ser kirchneristas en los último 12 años. 
Porque muchas veces, imbuidos de un espíritu de epopeya grandioso, retornan felices a sus casas, a sus barrios, a sus sindicatos, a sus facultades, a sus escuelas y a sus empleos sabiéndose fielmente interpretados por su conductora. Pero no logran traducir esa misma conmoción vital dentro de los territorios donde transcurren, en paralelo, vida y militancia.
Es difícil. Por supuesto que sí. La pregunta es si es necesario. Y la respuesta es una: resulta indispensable. La tarea es dificultosa. Municipalizar, provincializar, bajar a lo cotidiano un relato heroico de tan alto impacto no es algo sencillo. La vida de todos los días está atravesada por asuntos menos intrépidos. 
Gritar por el antimperialismo de Cristina euforiza, pero la realidad también es el bache, el pago de sueldos, la recolección de residuos, la reparación de la luminaria, el asfalto, la poda de árboles, el pintar la sala de primeros auxilios, hacer que los semáforos funcionen, construir un puente, fumigar los basurales, conseguirle la dentadura a un jubilado, y todos los etcéteras de una épica silenciosa que procura adhesión, si se hace bien. Bueno, de eso, se ocupan, generalmente, los jefes comunales y gobernadores que son eternos. Es la razón por la cual, autonomizados de cualquier ideología o simplemente bajo su paraguas, se adueñan de los territorios.  
¿Hay alguna contradicción entre defender las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, o batirse a duelo con los buitres, o fustigar el neoliberalismo, y entregar un coche autobomba nuevo a los bomberos voluntarios de Villa General Salinas? Ninguna. Eso funciona, para alguna militancia, no toda, como techo de cristal. Pero estos temas, los fundamentales y los ordinarios, no se anulan los unos a los otros. Son parte de lo mismo. El cuerpo no existe sólo por su cabeza, las extremidades también cuentan. No existe un cerebro que se desplace más lejos de lo que van sus "piernas". Y, a la inversa ocurre lo mismo, claro.
Si territorio mata militancia, es imprescindible que la militancia, como custodia doctrinaria del proyecto, gane territorio, porque sino el proyecto se escurre por la canaleta de lo que hay, y lo que hay, aunque lo pretende y lo corteje en los afiches, en verdad lo quiere jubilar. 
La voluntad de poder propio es lo único que va a permitir que la mecha renovadora que encendió el kirchnerismo en la política argentina no se extinga entre los pliegues de estructuras viciadas de poder por el poder mismo, se llamen como se llamen y digan lo que digan convenientemente para extender su dominio.
Si la experiencia de estos últimos 12 años no ancla en el territorio, en las intendencias, en las concejalías, en los parlamentos, en las gobernaciones, la energía desatada por el fenómeno político más interpelante desde el retorno de la democracia corre el riesgo de volverse testimonialmente autoindulgente y licuarse en opciones más o menos conservadoras que pueden acompañar, pero puestas a hegemonizar son lo más parecido a un retroceso. Con la cuestión presidencial, el asunto de torna más dramático. El FPV es más grande que los núcleos kirchneristas abiertamente cristinistas. Eso es cierto. Tanto, cómo que no se sabe en qué proporciones. Lo que a esta altura parece raro es que en las próximas PASO presidenciales no haya un precandidato que exprese sin amagues a Cristina Kirchner, la que llena plazas militantes y conduce el proyecto a plebiscitar, cuando los que hay y tienen mejores chances necesitan del aporte de sus votos fidelizados para triunfar.  
Una cosa es perder, otra cosa es dejarse ganar y otra distinta, ni siquiera presentarse a jugar. No hay acuerdo cupular, transacción de cargos, pacto previo supuestamente beneficioso, que el ganador esté obligado a respetar una vez que abre la urna y los votos le dan el poder de hacer o deshacer. Pasará en otros lados, no en la política. Eso lo saben más los perdedores que los ganadores. Es una regla escrita con tinta invisible que los resultados tornan amargamente legible para los derrotados.
Tratar de ganar con lo propio ofrece una doble posibilidad: la victoria esplendorosa o la derrota conservando todo lo que uno es capaz de retener, porque el otro era menos de lo que decía.

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