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domingo, 29 de marzo de 2015

EL DIFÍCIL ARTE DE SER ANTIKIRCHNERISTA, por Roberto Caballero (para "Tiempo Argentino" del 29-03-15)

La candidatura de diseño del alcalde porteño Mauricio Macri impone una reflexión profunda a los opositores viscerales y estéticos del kirchnerismo. ¿Serán capaces de votar un plan neoliberal?

Arriba: Afiches apócrifos que aparecieron hace unos días en el centro de Buenos Aires
Los hay, son millones y quizás en las próximas elecciones tengan que optar por Mauricio Macri como presidente que, aunque expresa una alternativa de derecha sofisticada, no propone nada demasiado distinto a lo que ocurrió en el país durante la década del ’90. Ni siquiera les queda el atajo de votar a Sergio Massa, ahora que el establishment empresario decidió vetarlo y restarle su apoyatura mediática y dineraria: verlo rogar a intendentes bonaerenses que no deserten de la batalla es la viva imagen de la derrota anticipada.
La pregunta es si ser antikirchnerista obliga al votante, de modo automático, a convertirse en macrista militante. Que el antikirchnerismo exista no significa que un proyecto neoliberal recoja sus diversas aspiraciones. El universo de insatisfacciones detectadas en ese grupo no se traduce, para nada, en un programa político homogéneo. Por el contrario, muchas de las razones del antikirchnerismo son impolíticas, y remiten al hartazgo que provocarían el estilo y las formas de gobierno actuales, es decir, a una cosmética de la actuación, pero no a sus resultados concretos en la rutina cotidiana. De ahí, a promover el retorno de Domingo Cavallo o, peor aún, de sus ideas a la esfera pública, hay un océano de diferencia.
Como para desdibujar todavía más las pretensiones de este sector, algunas de sus demandas estarían contenidas por la oferta de Daniel Scioli que promete una suerte de kirchnerismo hervíboro desprovisto de los aires de confrontación que, en teoría y praxis, expresaría Cristina Kirchner, aunque sin grandes variantes discursivas dentro del modelo vigente. Ser antikirchnerista votando a Scioli es, con las salvedades del caso y lo que él mismo piense sobre su propio deseo, una rara forma de ser oficialista sin reconocerse en la estética que el oficialismo utilizó para gobernar durante los últimos doce años.
La última épica en la que se sintió involucrado de modo unánime el antikirchnerismo fue el episodio Nisman. Joaquín Morales Solá sigue escribiendo columnas insólitas sobre eso, aunque el dictamen del fiscal, desestimado ya en dos instancias judiciales por ausencia de delito, no condensaba un proyecto político integral. Era un relato pestilente que involucraba a la presidenta en el encubrimiento de la voladura de la AMIA. Es decir, la asociaba a algo horrendo, un crimen de lesa humanidad, y punto. Sirvió para hacer una marcha como la del 18F. Enervó la prosa de los editorialistas confusos de los diarios hegemónicos. Pero así como avivó por un momento el nervio odioso del mundo antiká, con el correr de los días se fue desinflando. Del fervor pasaron a la decepción.
La operación para vincular a la Jefa de Estado con su muerte dudosa, intensa y sin códigos, duró apenas cuatro semanas. Llevó rating a la pantalla de TN y América TV. Permitió que Clarín y La Nación produjeran decenas de tapas temerarias. Animó a jueces y fiscales opositores a avanzar en causas contra funcionarios kirchneristas. Enlodó la imagen del país en el extranjero. Y generó un clima de desestabilización interna preocupante. Nada de eso, sin embargo, pudo impedir que el precandidato presidencial del FPV, cualquiera fuere el elegido, parta de un piso del 30 por ciento en las urnas de octubre próximo. Es alto.
La primaria del empresariado que bendijo a Macri como candidato le facilita las cosas al kirchnerismo y desliza hacia la irrelevancia electoral a los que pretendieron jugar en la ambivalencia, como Massa, y a los que decidieron correrlo por izquierda, como el sector supuestamente progresista del radicalismo y el socialismo que todavía tienen que explicar el estallido del FAUNEN.
Con el líder del PRO enfrente, el gobierno consiguió visibilizar cuál es el proyecto de sus verdaderos refutadores. El propio Macri lo confesó: su primer día en la Casa Rosada se inauguraría con una corrida cambiaria y una devaluación salvaje. ¿O qué otra cosa sería la licuación de las reservas en una semana? Menem había hecho lo opuesto. Prometió una revolución productiva y luego dejó a millones en la calle. En eso, Macri es cavallista, no menemista. Habla de una revolución de capitales que ingresarían al país por su sola elección. En su diccionario de hechos, y no de palabras, eso significa contraer deuda. No para hacer obras de infraestructura, precisamente. Dólares para saciar la demanda corriente, la coyuntural, que alguna generación de argentinos terminará cargando sobre sus espaldas en el futuro.

Como se ve, ser antikirchnerista no es sencillo. En su versión macrista, implica entregarle el país llave en mano a un proyecto de poder que vuelve las agujas del reloj a una década de consecuencias sociales y económicas nefastas, aún frescas en la memoria colectiva. Que empresarios y banqueros la añoren, es una cosa. Que una mayoría social resuelva apoyar su retorno, sería una herida autoinfligida irremontable. ¿Por qué, entre la dificultad y la catástrofe, ésta última opción sería la más viable?
En sus reuniones reservadas, los empresarios macristas son descarnados. Sufren de lo mismo que acusan al kirchnerismo: una extrema ideologización. En la pelea con los buitres no advierten una puja de soberanía, sino “un ataque al sistema financiero internacional que aísla a la Argentina del mundo”. En la intervención regulatoria al Citibank por no aceptar las leyes del país, “la confirmación de un giro anticapitalista del gobierno”. En las causas judiciales abiertas contra los socios civiles del genocidio, “una revancha montonera”. En las críticas hacia los Estados Unidos, “una tosquedad antimperialista intolerable” para sus estómagos. En la inflación que ellos mismos reproducen desde su concentración, “la emisión descontrolada de billetes” desde la Casa de la Moneda. En las políticas de pesificación, “una pérdida de tiempo” porque la única moneda en la que quieren hacer negocios, caprichosamente, es el dólar estadounidense.
La verdad es que de todo lo hecho en estos años, al kirchnerismo se le debería reconocer, al menos, la vocación por construir un nuevo manual de procedimientos democráticos en relación a los factores de poder local e internacional y sus obsesiones recurrentes. Contradiciendo el relato de banqueros y empresarios, obtuvo logros que la democracia se debía. Habrá que admitir, empero, que el poder económico de hoy, si se lo compara con sus aventuras golpistas del pasado, aprendió algo de modales: Macri quiere aplicar su programa ganando en elecciones. No es poco.
Volviendo al punto inicial. Hay algo que no encaja. Para que el plan restaurador tenga éxito, el humor social antikirchnerista, en buena medida derivado de la cadena mediática del Foro de la Convergencia Empresarial, debe convertirse en voto macrista. Si no lo cosecha el jefe del PRO, quedará esfumado. ¿Pero cómo hacen para que el indignado por el tono de voz de Cristina o los expedientes de Boudou abiertos en la justicia, se convierta en un obediente elector que brinde apoyo a políticas que lo pueden perjudicar?
Hay una enorme distancia entre una cosa y la otra. Con cualquier otra oferta menos ostensiblemente de derecha, quizá hasta se podría pensar en una posible confusión. Con Macri, no. Es un significado caminando. Por eso, ser antikirchnerista no es fácil. Sobre todo, cuando Cristina Kirchner, no es candidata. Los que van a competir son proyectos. El oficialismo demostró ser más astuto que el bloque hegemónico de poder en su resolución para este año. Scioli, Randazzo, Uribarri, Rossi, Taiana, Fernández o el que surja de las PASO, presentan matices, variaciones sobre un mismo tema. Algunos de ellos, incluso, hasta pueden atraer antikirchneristas estéticos. El FPV le habla a gente que puede votar a Berni por su discurso bravo y a Cacho Pietragalla como una víctima de la represión ilegal.
Es menos probable que Macri coseche electores dentro del espacio oficial, y sería curioso que los indecisos se vuelquen de manera masiva a lo que él representa en el imaginario social instalado: neoliberalismo, sin vueltas, ni gradualismos. Los encuestadores detectaron que buena parte de los que aún dudan sobre su voto, tienen una mirada aprobadora hacia política públicas identificadas con el kirchnerismo, no así hacia sus funcionarios. Pero lo que promete cualquier elección es, precisamente eso: un recambio de caras.
Por lo tanto, tras la crisis de enero, el panorama sigue siendo muy parecido al de diciembre, con una única novedad: Massa le cedió el lugar a Macri en la propuesta opositora global. El FPV sigue con un piso alto de intención de voto y los indecisos tendrán que elegir entre lo mismo con aires de renovación o lo diametralmente distinto con cambios que pueden alterar sus planes de vida en los próximos años.
El antikirchnerismo visceral, cautivo del clientelismo mediático, está llamado a reflexionar. Un difícil arte, para resolver en función de su deseo más primitivo o de su más racional necesidad.

Un paro más
El martes próximo, si es que no se levanta antes, las centrales opositoras convocan a un paro por el impuesto a las Ganancias. Si no adhirieran los gremios del transporte, la medida existiría únicamente en la tapa de los diarios. El problema no es el tributo. La corporación sindical se aprestar a demostrar poder para ver si las listas incluyen candidatos sindicales. Varios de los convocantes, en reuniones reservadas con los precandidatos de los distintos espacios antikirchneristas, ya ofrecieron una alternativa para el futuro gobierno y el bloque empresario que lo sustente: acordar una única paritaria nacional a la baja para el 2016. En los hechos, es el fin de la institución paritaria, sin piso y sin techo, como se conocieron en estos últimos años. La excusa sería la contención de la inflación. Pero de esto no hablan en público. Hablan de Ganancias.

El prejuicio
El columnista de La Nación, Eduardo Fidanza, en su nota “Rumbo a una fractura social y electoral”, de ayer, sábado, se muestra preocupado por el efecto nocivo que produce el kirchnerismo en la sociedad. Lo describe así: “Hace pocos días les decía Cristina Kirchner a pequeños productores agropecuarios, evocando, acaso sin darse cuenta, a la que en su juventud embargaba autos y concedía terrenos: ‘Es cierto, a veces soy dura, pero quiero decirles que siempre he sido dura con los de arriba; jamás he sido dura con los de abajo. Al contrario, con los más vulnerables, con los pequeños, con los chicos, con los que necesitan la ayuda solidaria del Estado, sepan que tienen en esta Presidenta más que una Presidenta una amiga, una compañera’. Para muchos argentinos que no son ‘de arriba’, pero que poseen educación y cierta autonomía económica, es difícil confiar en el criterio presidencial, con semejante trasfondo de resentimiento y discriminación.
El efecto electoral de esta ideología empieza a revelarse y se parece al que provocó el primer peronismo. La Argentina marcha a una fractura que tiende a dividir a los votantes antes por la estructura social que por los programas y el perfil de los candidatos. En ese marco, el ánimo general es más conservador que innovador, porque la mayoría no quiere resignar condiciones vigentes, como el trabajo, el ingreso y el consumo. Sin embargo, los que ya optaron por el oficialismo pertenecen en abrumadora proporción a capas populares y de clase media baja, mientras que los inclinados por la oposición son, en su mayoría, de sectores medios y altos. El resto se debate en la indecisión y decidirá el resultado. En este contexto, no puede sorprender el realineamiento del radicalismo y la declinación del peronismo disidente, atrapados por la polarización social y política que renueva su vigencia, espoleada por el populismo y sus detractores”.
Se puede estar de acuerdo o no con lo que escribe Fidanza, pero su planteo interesa porque revela un prejuicio clasista y antiperonista muy extendido. La democracia moderna, la que vivimos, se nutre principalmente de conceptos sociales que el peronismo introdujo y de la que se benefician, incluso, sectores que no son pobres o marginales, como esa clase media a la que le atribuye educación y bienestar económico, que muy probablemente provenga de hogares obreros de hace dos o tres generaciones atrás.
El kirchnerismo no es un partido exclusivamente de pobres, aunque seguramente representa a vastos sectores humildes, precisamente, porque la estructura socioeconómica de la Argentina no divide al país entre pobres y ricos, exclusivamente, como sí ocurre en otros países de la región. Es probable, entonces, que en las próximas elecciones haya gente educada y de buena posición económica que vote al kirchnerismo, aunque esto pueda sorprender al analista Fidanza. Cuando Cristina Kirchner plantea el “abajo” y el “arriba”, seguramente lo hace pensando en términos de inclusión o exclusión de los beneficios de una sociedad democrática moderna, y no como una líder que abona la lucha de clases. Por su procedencia, formación y gestión, la presidenta responde a una filosofía política policlasista. Es peronista, que no debería ser mala palabra en el Siglo XXI. ¿Quiénes son los resentidos y discriminadores cuando se publican cosas así? En fin.

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