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martes, 2 de septiembre de 2014

¿AMÁS A MASSA?, Por Sebastián Lalaurette (para La Tecl@ Eñe de septiembre de2014)


La pasión del líder del Frente Renovador por transformarse en un producto no puede sino despertar cierta desconfianza. Primero fue la marca electoral, “+a”, que bien podría tomarse por una nota excelente puesta al revés, y ahora, en una movida que no fue suficientemente advertida por las glándulas detectoras de grotesco de la sociedad argentina: Llegó la aplicación oficial para celulares: “MassApp”. Es fuerte, pero es así.



Por Sebastián Lalaurette*

(para La Tecl@ Eñe)


La tentación inicial es señalar que una cosa es convertirse en un símbolo y otra muy diferente es convertirse en un chiste, y que quien aspira a convertirse en líder de algo (de cualquier cosa) debería apuntar a lo primero teniendo mucho cuidado de no caer en lo segundo. Pero la estrategia funciona, aquí, hoy. Le sirvió a Francisco de Narváez, que pasó del eslogan vacuo (“Votame, votate”) al paródico televisivo (“Alica, alicate”) y de ahí, sin escalas, a un escaño legislativo. Y parece funcionarle a Sergio Massa, empeñado en exprimir hasta el límite las posibilidades de su breve apellido.

Primero fue la marca electoral, “+a”, que bien podría tomarse por una nota excelente puesta al revés, y ahora, en una movida que no fue suficientemente advertida por las glándulas detectoras de grotesco de la sociedad argentina, llegó la aplicación oficial para celulares: “Massapp”. Es fuerte, pero es así.

Para el lector no interiorizado en estos temas hay que aclarar un poco. Los teléfonos celulares modernos son, más que teléfonos, pequeñas computadoras. Como tales, tienen un sistema operativo (similar al Windows o Linux en las PC de escritorio) y admiten la instalación de aplicaciones (programas) que permiten realizar las tareas más variadas: hay aplicaciones para organizar las tareas, para escribir documentos, para sacar fotos y para retocarlas; para escuchar música, para grabar entrevistas... en fin, el espectro es amplísimo. Entre las aplicaciones más descargadas en todo el mundo se encuentra una que se llama “Whatsapp”, que sirve para chatear y enviar mensajes de audio en forma básicamente gratuita. El nombre de la aplicación es un juego de palabras entre app, la abreviatura de application, y la frase “What’s up?”, que vendría a significar algo así como “¿Qué tal?”. Desde el punto de vista del marketing, el nombre del programita es un hallazgo brillante.

“Massap” añade a todo este proceso derivativo una capa adicional de referencialidad. No sólo remite a “Whatsapp”, sino también a wassup, una versión deformada de “What’s up” que fue popularizada por un video viral (“Wasuuuuuuuuup”) que más tarde fue tomado por otro fenómeno de Internet, The Annoying Orange (La Naranja Molesta) en uno de sus propios videos: allí la frase se transformaba en “Wasaaaaaaaaaaaabi”.

Más allá del nombre, ¿cómo funciona la aplicación en sí? +a- (massamenos). La instalé en mi celular y no hubo forma de ingresar en ella a través de Facebook, ya que el proceso se colgaba sin un error definido, esto a pesar de que la página de la aplicación en la tienda de Google asegura que el problema ya fue subsanado. Contra mi voluntad, tuve que crear una cuenta, ingresando un nombre (falso) y mi dirección de correo electrónico (quién sabe para qué la quiere el ex superministro kirchnerista), ya que de otra manera me habría sido imposible utilizar la aplicación.

Quisiera sorprenderme, pero no puedo (un signo de vejez, acaso), de que para obtener algo de un político que pretende representarme haya tenido que entregar algo primero, en este caso mi dirección de email. El mismo fenómeno se repitió en el caso de la encuesta: imposible enterarme del resultado hasta el momento (la pregunta era “¿Fuiste vos o tu familia víctima de algún hecho de inseguridad?”) sin antes dar mi propia respuesta. En fin.

El diseño de “Massapp” es limpio, como corresponde a toda buena aplicación de este tipo, y al parecer el contenido se actualiza frecuentemente. La aplicación es, también, blanda. ¿Qué otra cosa cabría esperar de un producto construido para simular la interacción entre el político y el pueblo sin el barro y el humo de la realidad? La apuesta más fuerte no es el contenido, que es exactamente lo que uno esperaría, sino justamente el nombre, una pieza de marketing político que parece retomar la huella de Narváez. Con chistes malos se amassan victorias, aparentemente.

La pasión del líder del Frente Renovador por transformarse en un producto no puede sino despertar cierta desconfianza. No, mejor borremos eso, porque es justamente lo contrario de lo que ocurre: esa pasión es la manera que Massa encontró de generar confianza, de evitar la suciedad de los límites borrosos y las cuestiones ambiguas de la realidad social. Es el mundo de las etiquetas, como “inseguridad”, como el cuadradito negro con la leyenda “+a” que se ubica en la base de la foto del diputado en la pantalla de apertura y que parece literalmente una etiqueta como las de la ropa que informan el talle o avisan que la prenda se puede planchar pero hay que lavarla en frío. Somos pocos, somos siempre menos, los que desconfiamos de estas cosas porque, qué sé yo, somos así. En una campaña dirigida a la intelectualidad vernácula, el exministro pierde; en una campaña dirigida a “la gente”, la reducción de sí mismo a un símbolo un poco ridículo es exitosa.

En el fondo lo que existe detrás de esto es una concepción de la política que ha venido calando hondo en la Argentina desde 1989, con una breve interrupción entre 2003 y 2009 aproximadamente. Es la presentación del político como antipolítico, la destilación de lo complejo social en fórmulas límpidas y de poco riesgo. Hay una curiosa continuidad en este afán autodenigratorio que trasciende las ideologías y los partidos: “Dicen que soy aburrido”, confió alguna vez Fernando de la Rúa, y también ganó. Alivianar el peso de la propia personalidad es deshacerse de todo lo que puede jugar en contra porque la personalidad tiene dobleces y defectos y un pasado, cosas que no están presentes en un mero eslogan (y si aparecen, se lo desecha: ver el ejemplo de “la Casa está en orden”).

Todo esto no sería posible si el público, es decir el pueblo, se rehusara a entrar en el chiste y exigiera algo de seriedad para variar. Pero la seriedad está devaluada. Pertenece al ámbito de lo programático, de la ideología que planifica remitiéndose a raíces siempre cuestionables y a veces hasta contradictorias. Como lo recordara recientemente Andrew O’Hehir para Salon, “todo el drama de la elección de 2012 tuvo que ver con los hilarantes esfuerzos de Mitt Romney para aparecer como un outsider”. No queremos ideología, queremos candidatos que no salgan de ninguna parte, que reflejen, a lo sumo, nuestras confusas ideas de hoy.

Desde ese punto de vista, incluso llama la atención que el rótulo (porque eso son los apellidos, además) no haya sido más explotado. Podemos imaginar una línea de preservativos con la que el Frente Renovador apuntaría a las fantasías masculinas de poder y dominación, sin explicitar estas oscuras connotaciones y reduciendo la idea a una atractiva marca publicitaria: Massadentro. El paquete de alimentos para su futuro programa asistencialista: Massamorra. Un libro escrito por él, o encargado a un ghost writer, denunciando con documentos y testimonios las atrocidades del kirchnerismo post su salida: Nunca +a. Y por último podría directamente plagiar la estrategia Narváez/Tinelli y convocar al voto con un nuevo eslogan: “Amassame, amassate”. Un llamado que terminaría de anular a la persona Sergio Massa para transformarla en un concepto abstracto, una suerte de lifestyle que uno se calzaría como una capa, al mejor estilo New Age, desprovisto de más conflictividad que la lucha de uno contra sí mismo para aceptar el cambio y animarse a ser feliz.

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