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domingo, 17 de febrero de 2013

A hombros de Correa, por Modesto Emilio Guerrero (para “Miradas al Sur” del 17-02-13)




Miradas al Sur.Año 6. Edición número 248. Domingo 17 de febrero de 2013
Por 
Modesto E. Guerrero. Sur en América latina


Hoy se realizan las elecciones presidenciales en Ecuador. El jefe de Estado, ampliamente favorito, va por su reelección. Los principales candidatos opositores son un banquero de Guayaquil y un magnate bananero.


Además de ser autor de una frase inteligente para definir lo nuevo en América latina, Rafael Correa repetirá con facilidad su presidencia, como lo han logrado todos los líderes latinoamericanos del campo llamado “progresista”.
A Correa se le atribuye la expresión “estamos en un cambio de época”, un concepto de valor histórico que supera a la definición “época de cambios”, una sumatoria cuantitativa de limitado valor contingente, usada hasta 2010 por la mayoría de los investigadores sociales y la militancia de la izquierda latinoamericana.
Su homólogo Hugo Chávez contó en un Aló Presidente de ese año, que el pope del marxismo teórico, el húngaro Ítzvan Mészáros, autor de la obra Más allá del capital. Hacia una teoría de la transición, quedó encantado con la frase-concepto dicha por el presidente ecuatoriano y que la adoptó porque decía en menos palabras, según el relato de Hugo Chávez, lo mismo que él viene desarrollando en sus libros sesudos desde finales de la década del ’70.
Cuando a Correa se le ocurrió la frase feliz proyectó, aunque no tuviera plena conciencia, el alcance histórico de lo que se vivía en América latina y en el mundo, desde que el neoliberalismo se implantó y algo de magnitud tectónica comenzó a moverse hacia la izquierda. Desde la Revolución Cubana no había noticias de tal remoción en las estructuras, los Estados y los imaginarios políticos latinoamericanos.
Rafael Correa fue un producto personal de esa novedad.
Desde que pasó a la izquierda ha sostenido lo mismo que Chávez y Evo: se trata de una batalla completa contra las políticas neoliberales y por la soberanía nacional, como el primer paso hacia el “socialismo del siglo XXI”. Eso fue lo que Mészáros –luego lo siguieron otros– anunciaba en sus libros como un profeta solitario.
Ese cambio de época ha combinado la mayor cantidad de transformaciones y novedades económicas, sociales, culturales y constitucionales que jamás hayamos presenciado los latinoamericanos. Una de esos cambios es la Constitución Plurinacional aportada por su primer gobierno. El alcance de su originalidad sólo es comparable a la de Bolivia y la de Venezuela, o a la reforma constitucional de Islandia en 2011. Son las cuatro Cartas Magna que más democratizaron el sistema jurídico de sus Estados-nación. En los cuatro casos se dio en medio de conmociones sociales.
La reconocida economista brasileña Magdalena León elogió en su momento la provocada por Correa porque había logrado el apoyo del 82% en el plebiscito y “colocado al pueblo y la vida en todas sus expresiones como razón de ser del Estado, de la sociedad y de la economía, antes que del capital”.
Este fenómeno de apoyo masivo a un cambio constitucional y de presidentes reformadores, que en menor o mayor medida se enfrentan a los poderes fácticos internacionales y son electos y reelectos por el voto popular, no tiene precedentes en la historia latinoamericana. La norma, salvo excepciones como Cuba, fue lo contrario, el retroceso, la derrota, la autoderrota o la capitulación.
Rafael Correa está en el centro de ese acontecimiento, aunque sea menos visible que Hugo Chávez, debido al peso relativo menor de su Estados-nación y al arrollador camino recorrido por el bolivariano.
Entre 1992 y 2005 cayeron 11 presidentes constitucionales por acciones sociales y crisis políticas; en el mismo lapso, 5 fueron reelectos tantas veces como se postularon en Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Los dos más sorprendentes son Evo Morales y Hugo Chávez. El primero, porque cuatro años después superó en 22 puntos su primera elección; el segundo, porque nadie en la historia ha sido reelecto democráticamente tantas veces sucesivamente.

Los dilemas de Correa.

El dilema de Rafael Correa es el mismo del venezolano o del boliviano. Por haberse atrevido a ir más allá de lo que esperaban Washington y las clases dominantes de sus países, se colocaron en el centro de sus ataques y en el motivo de las últimas conspiraciones del continente. Excepto por el golpe en Honduras contra Zelaya, en Ecuador, Venezuela y Bolivia se concentraron los demás brotes golpistas, complots cuartelarios, asedios y amenazas de muerte presidencial, campañas sistemáticas y desbancamientos financieros. Sólo en la Argentina, hasta cierto límite, se encuentra algo de eso desde 2008.
Cuando el gobierno de Correa decidió sacar al Comando Sur de la Base de Manta y proteger a Julian Assange, director de WikiLeaks, en su embajada en Londres, ingresó al complejo terreno del enfrentamiento con los dos imperios dominantes del sistema mundial de Estado.
De ese laberinto, muchas veces impuesto desde afuera, más que por sus programas gubernamentales, no se sale de cualquier manera. Ése es el punto en el que se encuentra el presidente de Ecuador y el gobierno de su pequeño país andino.
Este líder político tan desconocido como emergente, apareció en el centro de la escena pública cuando fue ministro de Economía en el gobierno de Alfredo Palacio, uno de los presidentes pasajeros del país. En apenas 100 días de gestión, entre el 21 abril y el 4 agosto de 2005, este joven economista bien formado en las academias y organismos del imperio logró proyectarse como figura política nacional en medio de los vientos huracanados que conmovían a Ecuador y a toda América latina. Correa es parte de una escuela de economistas ecuatorianos brillantes, que entre sus aportes se cuenta la ingeniería teórica y matemática del Sucre, el Sistema Único de Compensación Regional usado por el ALBA para sus transacciones soberanas. La paradoja es que Rafael fue el menos entusiasta de este mecanismo subregional antiimperialista.
Ecuador fue el país con la mayor cantidad de presidentes depuestos por las masas populares en menos tiempo, algo sólo igualado por el desfile de “mandatarios” fugaces que tuvo la Argentina desde el 19 de diciembre hasta que un acuerdo espúreo y a las apuradas palaciegas impuso a Eduardo Duhalde 15 días después.
La frescura de la imagen de Correa, contra una abigarrada “partidocracia” ecuatoriana de entonces y la didáctica con la que explicaba los gruesos problemas enfrentados por su país, fueron suficientes para conquistar la simpatía de las clases medias, los trabajadores urbanos y a los desconfiados “cholos” de la vida rural.
Con esa base social ganó la presidencia que hoy renovará con holgura, según todas las encuestas. Rafael Correa enfrentará con y desde esta segunda presidencia cuatros grandes asuntos. Del resultado saldrán dos Correas distintos.
El primero es si logra superar la estructura primarista de exportación simple, heredada en la economía, basada en petróleo y minerales, casi sin valor agregado en un mercado mundial altamente competitivo en ese terreno.
De la resolución de ese tema, imposible sin el concurso latinoamericano, depende el segundo: recomponer su relación con los principales movimientos sociales Pachakutic y la Conaie, sin los cuales es difícil pensar al Ecuador a largo plazo. La otra ruptura fue con varios de sus reconocidos ministros. Al no romper con él por la derecha, se mantienen como una alternativa política latente, algo desconocido en Venezuela o en Bolivia. Esas rupturas nacieron a finales de 2009 por las secuelas sociales del extractivismo.
¿Como salir de la ficción de la dolarización, una ficción de estabilidad impuesta al país por la banca internacional, sin caer en el “marasmo argentino” de 2001-2002.?
Por último, el asunto menos visible, pero colocado en el centro del dilema ecuatoriano que Rafael Correa tiene sobre sus hombros desde hoy.
¿Podrá romper con la abigarrada burocracia militar dominante en la economía y el Estado, que a falta de clase social sólida ejerce de “clase sustituta”?
Claro que de la superación de ese pequeño detalle depende, en Ecuador, como en Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia, el salto del reino de la debilidad nacional, al camino que justificaría la verdad contenida en la frase inteligente de Correa: “Estamos en una época de cambios”.
No hay transformación sin clases sociales que la sostengan. Tiene razón el investigador social Claudio Katz cuando recuerda en su último libro que “el viraje de las últimas décadas ha modificado, además, el perfil social de las clases dominantes. Las viejas burguesías nacionales promotoras del mercado interno han quedado sustituidas por nuevas burguesías locales, que jerarquizan la exportación y la asociación con empresas transnacionales”.
En el caso de estos cuatro países, menos que clase, es un sector militar y civil del poder que se ha autonomizado tanto del pueblo como del sistema político para cumplir el rol de una clase ausente, como ocurre en varias de las sociedades de América latina.
En esa dialéctica se juega la personalidad del presidente ecuatoriano, en una región signada por la transición política que impone el previsible fin del ciclo vital del presidente Hugo Chávez.
Cuando Correa dijo el 11 de diciembre, al llegar a La Habana para visitar a su amigo enfermo, que “Chávez es un presidente histórico”, estaba diciendo una verdad que lo involucra hasta los tuétanos.
No por casualidad, en centros internacionales de opinión derechista han comenzado a escribir sobre él como “el sustituto del líder bolivariano en la región”, como lo definió Carlos Montaner en Miami el 23 de diciembre.
Este hombre no se dio cuenta que estaba diciendo al mismo tiempo otra verdad, más agradable en términos geopolíticos: la derecha latinoamericana no tiene candidato propio en la marquesina del poder continental.
Allí nace, para Rafael Correa, el economista del Banco Mundial convertido en impulsor del “socialismo del siglo XXI”, el “desafío y la carga del tiempo histórico”.
Esta expresión de Mészáros, aplicable hasta ahora a Hugo Chávez, podría investir al ecuatoriano, si logra superar los cuatro dilemas de su agenda gubernamental.

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