Cristina es una presidenta que molesta al orden conservador.
Acostumbrada a que los mandatarios de turno le rindan pleitesía, la derecha no
soporta ver a una presidenta que ejerce el poder sin tener en cuenta a “los
sectores caracterizados de la sociedad”. La Sociedad Rural es
uno de ellos. Histórico grupo de presión, la Sociedad Rural
siempre se sintió más cómoda con los regímenes militares. Ello explica los
homenajes que les tributó, por ejemplo, a Juan Carlos Ongañía y Jorge Rafael
Videla, quienes se paseaban orgullosos por los campos de Palermo ante el
aplauso de los campestres. La
Sociedad Rural siempre miró con desconfianza a la democracia.
Siempre receló de la capacidad intelectual de las mayorías populares,
propensas, según su criterio, a dejarse embaucar por los vendedores de falsas
ilusiones. Siempre prefirió el orden y la prolijidad de las dictaduras al
desorden y el desenfreno de las democracias. El orden conservador fue
convencido por Sarmiento de que siempre hubo dos Argentinas: la Argentina culta,
europea, aristocrática; y la
Argentina bárbara, inculta, autóctona. La Argentina europea
siempre creyó que sólo ella debía manejar los hilos del poder. Por ese motivo
impuso una democracia elitista, restringida, cerrada. Las elecciones
presidenciales que se realizaron entre 1862 y 1910 no fueron más que feroces
luchas por el poder entre facciones de la oligarquía, mientras que las mayorías
populares eran meros convidados de piedra. Para el orden conservador las masas
carecían de relevancia política. La plebe no podía ni debía participar en
política. La oligarquía estaba convencida de que el país sólo podía progresar
si el poder era manejado por uno de sus miembros, configurando de esa manera un
proceso de circulación de las élites inabordable para las mayorías populares.
Mitre le pasó la posta a Sarmiento; éste, a Avellaneda; y así sucesivamente
hasta el triunfo de Yrigoyen en 1916. Para el orden conservador el país era
suyo. La propiedad privada había alcanzado su máximo esplendor. Si por
“liberalismo” se entiende la implantación del régimen de propiedad privada de
los medios de producción, el orden conservador fue ultraliberal. Ahora bien, si
por liberalismo se entiende, además, la plena vigencia del liberalismo político
y jurídico, el orden conservador fue, a mi entender, antiliberal. Las masas
debían limitarse a trabajar y aceptar con resignación cristiana su condición de
“ciudadanos de segunda categoría”. Los presidentes gobernaban para el orden
conservador y las masas debían aceptar con mansedumbre los residuos que dejaban
los poderosos luego de los festines. La literatura clásica remarcó desde
siempre que la generación del ochenta tuvo en mente un proyecto de país que
hizo progresar a la
Argentina. Claro que tuvo un proyecto de país: implantar en
este territorio el modelo anglonorteamericano desconociendo las enseñanzas de
Montesquieu. El ilustre pensador francés, en “El espíritu de las leyes”,
expresó que las leyes debían adecuarse a la realidad social, política, cultural
y económica del lugar donde se aplicaban. El orden conservador creyó que
imponiendo por la fuerza el modelo anglonorteamericano lograría hacer de la Argentina un país a la
altura de los europeos. No lo consiguió, fundamentalmente, porque el grueso de
los inmigrantes no provenía de Inglaterra sino de Italia y España, cuya cultura
política era diferente de la inglesa. La marea inmigratoria empujó y empujó
hasta que el presidente Sáenz Peña se dio cuenta de que no había más remedio
que democratizar el sistema. La reforma política de 1910 abrió algo las
compuertas para permitir el ingreso al sistema de un sector de la clase media.
El objetivo no fue otro que terminar de una vez por todas con los movimientos
revolucionarios encabezados por el radicalismo. El orden conservador tenía en
mente “democratizar” el sistema político pero manteniendo bajo su control el
poder real, el poder económico.
El orden conservador permitió la reforma porque estaba convencido de que uno de los suyos continuaría en el poder. Creyó que De la Torre vencería a Yrigoyen. Grande fue su sorpresa cuando los comicios le dieron la victoria al “peludo”. Sin embargo, Yrigoyen jamás atentó contra los intereses del orden conservador. Jamás se propuso ser un “presidente molesto”. A pesar de ello, la derecha jamás lo toleró. ¡Cuánto elitismo, por favor! En 1930 sacrificó la estabilidad institucional para liberarse de un presidente que era de otro pozo. Quizá no sospechó el daño que ese golpe cívico-militar provocaría al país. Durante medio siglo la Argentina soportó de todo y la causa fundamental fue ese elitismo perverso que cultivó el orden conservador desde siempre. Obsesionada por tener en la Rosada un presidente convencido del “orden natural de las cosas”, la derecha jamás toleró que una mayoría circunstancial depositara en la Casa de Gobierno a un mandatario “molesto”. Ello explica por qué nuestra democracia es tan frágil. Resulta harto difícil tener una democracia consolidada cuando el orden estatuido le hace la vida imposible al gobernante que no gobierna como debe hacerlo. La derecha no tolera un presidente díscolo y se enloquece cuando ese presidente lo desafía, le redobla la apuesta, le demuestra que es capaz de gobernar sin tenerla en cuenta. De ahí las últimas bravuconadas de la Sociedad Rural. El emblema del poder ganadero está acostumbrado a que el presidente de turno se arrodille en Palermo, que reconozca que es un empleado suyo, que está en la Rosada porque ella (la Rural) ha dado el “okey”. Esta creencia de la derecha en su derecho natural a mandar lejos está de ser un capricho. Los conservadores creen sinceramente que sólo ellos están capacitados para gobernar, que únicamente ellos están en condiciones de ejercer el poder como corresponde. Para la derecha las mayorías populares son los “otros”, los plebeyos, los que nacieron para obedecer. La democracia de masas es, para el orden conservador, un régimen político antinatural. Le resulta inadmisible que por el capricho de una masa carente de educación cívica, acceda al gobierno alguien que no nació para mandar. El elitismo que lleva en su sangre le impide darse cuenta de que el pobre tiene los mismos derechos que el rico, que el analfabeto es merecedor del mismo respeto que el educado, que todos los hombres son, en suma, personas. El elitismo del orden conservador lo llevó a cometer aquel histórico fraude de 1937 que impidió que la fórmula De la Torre-Repetto accediera al poder, lo que quizá hubiera cambiado para siempre la historia argentina.
El orden conservador permitió la reforma porque estaba convencido de que uno de los suyos continuaría en el poder. Creyó que De la Torre vencería a Yrigoyen. Grande fue su sorpresa cuando los comicios le dieron la victoria al “peludo”. Sin embargo, Yrigoyen jamás atentó contra los intereses del orden conservador. Jamás se propuso ser un “presidente molesto”. A pesar de ello, la derecha jamás lo toleró. ¡Cuánto elitismo, por favor! En 1930 sacrificó la estabilidad institucional para liberarse de un presidente que era de otro pozo. Quizá no sospechó el daño que ese golpe cívico-militar provocaría al país. Durante medio siglo la Argentina soportó de todo y la causa fundamental fue ese elitismo perverso que cultivó el orden conservador desde siempre. Obsesionada por tener en la Rosada un presidente convencido del “orden natural de las cosas”, la derecha jamás toleró que una mayoría circunstancial depositara en la Casa de Gobierno a un mandatario “molesto”. Ello explica por qué nuestra democracia es tan frágil. Resulta harto difícil tener una democracia consolidada cuando el orden estatuido le hace la vida imposible al gobernante que no gobierna como debe hacerlo. La derecha no tolera un presidente díscolo y se enloquece cuando ese presidente lo desafía, le redobla la apuesta, le demuestra que es capaz de gobernar sin tenerla en cuenta. De ahí las últimas bravuconadas de la Sociedad Rural. El emblema del poder ganadero está acostumbrado a que el presidente de turno se arrodille en Palermo, que reconozca que es un empleado suyo, que está en la Rosada porque ella (la Rural) ha dado el “okey”. Esta creencia de la derecha en su derecho natural a mandar lejos está de ser un capricho. Los conservadores creen sinceramente que sólo ellos están capacitados para gobernar, que únicamente ellos están en condiciones de ejercer el poder como corresponde. Para la derecha las mayorías populares son los “otros”, los plebeyos, los que nacieron para obedecer. La democracia de masas es, para el orden conservador, un régimen político antinatural. Le resulta inadmisible que por el capricho de una masa carente de educación cívica, acceda al gobierno alguien que no nació para mandar. El elitismo que lleva en su sangre le impide darse cuenta de que el pobre tiene los mismos derechos que el rico, que el analfabeto es merecedor del mismo respeto que el educado, que todos los hombres son, en suma, personas. El elitismo del orden conservador lo llevó a cometer aquel histórico fraude de 1937 que impidió que la fórmula De la Torre-Repetto accediera al poder, lo que quizá hubiera cambiado para siempre la historia argentina.
Esa creencia del orden conservador en su derecho natural a
ejercer el poder continúa vigente. Mariano Grondona lo remarca en cada uno de
los artículos que La Nación
le publica cada domingo y en “Hora Clave”. También acaba de hacerlo La Rural, cuyo presidente se
sintió “ofendido” por la decisión de Cristina de expropiar el predio de
Palermo. Es probable que en la intimidad de su hogar, el mandamás de La Rural haya manifestado lo
siguiente: “¿pero quién se cree esta negra de mierda para sacarnos algo que nos
pertenece?”. La soberbia le impide ver al orden conservador que el elitismo que
ha profesado desde que se adueñó del país en 1853 ha sido la causa
fundamental de nuestra incapacidad para vivir en una genuina democracia, en una
verdadera república donde todos y cada uno de sus miembros tengan las mismas
posibilidades de hacer valer sus derechos. Los grandes males que carcomieron
lentamente los cimientos de nuestra sociedad tuvieron su origen en la increíble
ceguera política de una élite que siempre estuvo convencida de que la Argentina le pertenece.
El orden conservador ha sido, en este sentido, muy aristotélico. En su
“Política”, el estagirita habla de aquellos que nacieron para ser libres y
aquellos que nacieron para ser esclavos. Seguramente Aristóteles jamás imaginó
que miles de años después de haber afirmado esa barbaridad en su genial libro,
en un lejano país unos energúmenos la iban a poner en práctica.
Hernán Andrés Kruse
Publicado
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Este tipo de cosas no se comprenden a gran escala y por eso prende el discurso de la presidenta loca, desencajada o belicosa. El conflicto lo comenzaron ellos cuando creyeron que podían ser dueños del país. Y lo fueron durante mucho tiempo. Por eso resulta inadmisible a los que se dicen neutrales para ocultar su alineamiento o los que quieren que las cosas mejores sin que haya caceroleros enojados. Muy buena nota
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