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lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Qué significa escuchar?, por Edgardo Mocca (para “Página 12” del 24-09-12)






Arriba : No hay mucho para escuchar, salvo insultos...


Desde los oligopolios mediáticos viene el veredicto inapelable: “El Gobierno se ha decidido a no escuchar el mensaje inequívoco de los cacerolazos y, por lo tanto, no toma nota del descontento social”. La pregunta obvia, que obviamente no se hacen a sí mismos esos comentaristas, es: ¿en qué consistiría que el Gobierno “escuche” y “tome nota” de lo ocurrido?
Una posibilidad habría sido que el Gobierno y sus partidarios hubieran activado velozmente sus mecanismos de movilización popular: una “contramarcha” así, en caliente, no hubiera logrado otro resultado que el avance en espiral del clima de tensión política que visiblemente persiguen quienes “espontáneamente” impulsaron y organizaron los golpes de cacerolas. Se podía así construir una vívida imagen de dos Argentinas furiosas y listas para las batallas definitivas. Muy razonablemente se esquivó esta línea; en el futuro próximo habrá seguramente demostraciones públicas favorables al Gobierno pero de ningún modo formateadas en términos especulares a las que impulsan sus adversarios.
Otra manera de “escuchar” era la elaboración de medidas correctivas respecto de lo que había provocado el descontento de los manifestantes. Aquí tal vez radique una clave interpretativa de la situación y a su alrededor surge una amplia área problemática. Hay una inevitable dispersión “programática” entre quienes protestan; una dispersión, dicho sea de paso, que revela las dificultades de hacer política sin políticos (por lo menos sin políticos que den la cara y estén en condiciones de representar algo). La manifestación “clásica” tenía una cartilla de reivindicaciones, una plataforma mínima y urgente, alguna consigna central, algún argumento organizador; las marchas “espontáneas” que impulsa la derecha mediática carecen de esa legibilidad racional, solamente pueden ser descifradas en términos de climas predominantes que, en este caso, fueron prolijamente ocultados por quienes la publicitaron y, allí dónde fueron inspeccionados –y no solamente en los medios públicos– revelaron escenas de odio y revanchismo lindantes con el delirio.
Ahora bien, aun en el supuesto de que la organización política hubiese alcanzado o alcanzara en el futuro un nivel de unidad y articulación de sus reclamos, ¿significa eso que “escucharlas” equivalga a satisfacer sus demandas?, ¿sería realmente democrático que un gobierno electo hace un año con guarismos aplastantes produzca un viraje respecto del rumbo popularmente aprobado para poner en práctica las propuestas de una manifestación callejera? Difícilmente algunas de las personas liberales que claman por que el Gobierno escuche a quienes protestan podría aprobar esta deriva de las cosas; salvo que pueda distinguirse jurídicamente a las manifestaciones de la gente buena, como las de hace unos días, respecto de las turbas populistas que quieren imponer su voluntad por fuera de las instituciones representativas, según el sonsonete con que siempre han caracterizado a las movilizaciones obreras y populares.
A esta altura hay que decir que la oposición, en general, se montó en el clima de las marchas pero no avanzó en definiciones que pudieran darle carnadura política, es decir sin entrar en el ripioso camino de la propuesta. Lo más creativo de los días siguientes a la marcha es que algunos dirigentes y partidos se lanzaron a la junta de firmas contra la reelección de la presidente, o sea contra un proyecto que no existe. El silencio conceptual y programático tuvo una excepción: el ministro de Educación porteño, Esteban Bullrich, tomó la palabra casi inmediatamente después del cacerolazo para denostar a la Asignación Universal por Hijo y prometer su desaparición (a cambio de un vago “subsidio al trabajo”) si eventualmente Macri fuera elegido presidente. Estos dichos son muy significativos porque hasta ahora la derecha ha venido siendo muy parca a la hora de hablar de su proyecto de país; su lenguaje ha sido el de los estereotipos y los slogans que, a fuerza de ser repetidos y multiplicados por las cadenas mediáticas oligopólicas, acceden a la agenda pública. Dijo también el ministro que es partidario de un Estado “garante” en lugar de uno “dador”, con lo que dio a entender que no se trata solamente de la mencionada asignación sino que la discusión que propone involucra a todo el presupuesto de gastos estatal. Es posible que estemos en las vísperas de la gestación de un nuevo relato alternativo, el de la centroderecha neoliberal. Así es: no hay proyecto de ingresos y de gastos sin “relato”, sin un sistema de valores, experiencias y expectativas que justifique por qué hay que sacar plata de un lugar y ponerla en otro. Ese es el punto en el que dejamos de ser individuos aislados e indiferentes y nos interesamos en lo público desde la perspectiva de nuestros valores y nuestros intereses. Es lo que realmente merece llamarse política.
Detrás de la demanda de que el Gobierno “escuche” el mensaje de la protesta está la falsa inocencia de quienes ocultan que lo que se está jugando en el país es la cuestión del poder político. Esto no es en sí mismo una característica diferencial de la política argentina: la política siempre es lucha por el poder. Lo específico de nuestra situación podría estar dado por dos de sus aspectos. El primero es que, como pocas veces, la tensión política gira alrededor de un eje que separa dos grandes campos de fuerza, que son al mismo tiempo dos grandes narrativas de nuestra historia. Esas narrativas colocan en lugares diferentes al Estado, a la libertad económica, a los derechos de los sectores populares, a la solidaridad con los más vulnerables, a la soberanía nacional y a nuestro sistema de alianzas internacionales. En suma, a la política. Ya se ha dicho en esta columna que el reconocimiento de un corte político principal no equivale a la negación de la pluralidad, la complejidad y la relatividad de los agrupamientos. Porque se trata de bloques político-sociales que arma la política en su dinámica de lucha por la hegemonía y no de monasterios o cuarteles militares. Puede haber mucha gente que no reconozca y no se reconozca en ese cuadro, pero si el cuadro es operativo en términos políticos –si define elecciones, si organiza agendas y hasta complica amistades y relaciones familiares– tiene existencia política real.
El otro rasgo específico de nuestro conflicto político es la relativa autonomía que tienen sus formas respecto de las formas y los calendarios institucionales. Lo reveló una vez más la manifestación cacerolera: son múltiples los testimonios que muestran que campeaba en la calle la ansiedad de la inminencia: “Si estamos acá tiene que pasar algo”, parece ser el mensaje central. Cierta mitología urbana, políticamente menesterosa hay que decirlo, sostiene que cuando “la gente” golpea cacerolas en magnitudes numéricamente considerables “pasa algo”. Tal vez porque se trata de sectores sociales y culturales poco propensos a ocupar la calle; no suelen ir, por ejemplo, a las marchas de recuerdo y repudio en cada aniversario del golpe militar de 1976. No es sencillo contar con que la desesperación colectiva que reflejaban algunos grupos de manifestantes tenga a bien esperar pacientemente la oportunidad del voto para intentar transformar la situación política. Quien vocifera que la Presidenta se tiene que ir no está pensando en 2015. Y eso no sería nada si fuera un delirio que no se conecta con la experiencia política de muchas décadas de historia argentina. De la de casi todo el siglo XX y también de la más reciente. De la que se rige por una Constitución no escrita que dice que el presidente dura cuatro años siempre que una situación de ingobernabilidad no lo obligue a renunciar anticipadamente.
Las tensiones sustantivas y los calendarios extrainstitucionales que ordenan a algunos de sus actores son los rasgos específicos de la puja política argentina de estos días. Sin recaer en fáciles simplificaciones, la proximidad del vencimiento del plazo dictado por la Corte Suprema para la vigencia de la medida cautelar que permitió al grupo Clarín incumplir la ley de medios audiovisuales le pone un dramatismo especial a la escena. Cristina Kirchner ha hecho varios anuncios durante la última semana. Uno de ellos comporta el fortalecimiento de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual con la propuesta de que pase a ser encabezada por Martín Sabbatella. Se trata, ni más ni menos, que de la oficina que tiene a su cargo la puesta en marcha en plenitud de la ley que democratiza los medios. Eso también merece ser “escuchado”.


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