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domingo, 2 de septiembre de 2012

LA COMPARACIÓN, por Ricardo Forster (para “Revista 23”, septiembre de 2012)


Arriba : Las Juventudes Hitlerianas, su integrante más exitoso, Joseph Ratzinger, y el escritor y propagandista Marcos Aguinis.

Odio, resentimiento, violencia verbal, descalificación, intolerancia, prejuicio, crispación, diatribas e insultos de distinto tipo y tenor parecen ser, cada día, el lugar común de ciertos periodistas y escritores que proclaman, a los cuatro vientos, que ellos son los genuinos custodios de la tradición democrática y republicana.

Algunos eligen como blanco principal la investidura presidencial jugando el juego del desprecio y la incontinencia verbal que los ha llevado, sin pudores, a rebasar los límites del más mínimo decoro y respeto. Otros se dedican, con minuciosidad detectivesca de falsos aprendices de Sherlock Holmes, a denunciar, a través de seudo investigaciones sin correlato material, la infinidad de negociados que, eso dicen, comprometen a un gobierno que ha ganado el premio mayor de la corrupción y la venalidad. Y lo hacen utilizando la espectacularidad mediática, esa usina corporativa que les facilita un denuncismo esquelético y amarillista que, en la mayor parte de los casos, nunca ha pasado de ser una botella lanzada al océano de la desesperación cuando el resto de las armas políticas demuestran su inutilidad para debilitar al oficialismo.

Entrevistas y montajes unidos a una verborragia de stand up y de guiños cool, desenfadados y juveniles buscan, una y otra vez, describir para los televidentes la “realidad de un país tomado por asalto” por una banda de facinerosos que se despliega de norte a sur (de Formosa a Santa Cruz). Nada de matices ni de argumentaciones que se extiendan un poco más allá de la frase relámpago y del golpe de efecto amparado por la imagen justa y a la carta para demostrar que el kirchnerismo es una mera farsa generadora de más miseria y podredumbre moral que su antecesor riojano. Un lenguaje de batalla destinado a librar una guerra de aniquilación en la que el adversario no es merecedor de ningún reconocimiento. No se trata de una disputa de ideas, ni siquiera de un litigio político; su estrategia, que es la de la horadación y el debilitamiento, apunta a la gramática del shock y a la estética de la espectacularización y el golpe bajo que impacte, como un cross a la mandíbula, sobre los espectadores absortos ante tanta decadencia y corrupción. El “otro” es portador de las siete pestes y de todos los males nacionales. Su pasado y su presente son testimonio de su putrefacción o, todavía peor, ejemplo del autoritarismo y la perversión que van conduciendo a las instituciones de la república a su degradación. Un fanatismo de falsos herederos de la memoria popular los convierte en una amenaza para la democracia. Contra esos males se levantan las plumas, las palabras y las imágenes de quienes se disponen a rescatar a la Nación de su envilecimiento populista. Sus estrategias no reconocen límites a la hora de comparar nuestra realidad con los peores regímenes de la historia nacional e internacional. Volveré sobre esta cuestión.

Sus cruzadas anticorrupción nos regresan, como un flashback alucinatorio, a la década del ’90 en la que su progresismo light se alimentó de esa interminable acción denuncista que corría pareja con la más profunda despolitización de la sociedad. Una nostalgia recorre los vericuetos de ciertas almas en pena: añoran la época en la que algunos periodistas representaban, a los ojos de una opinión pública desconcertada y apática, la quintaesencia de la virtud, del heroísmo y de la acción reparadora mientras el Estado y la política nos conducían al infierno. Fueron, durante un tiempo en el que se proclamó la muerte de las ideologías y el fin de la historia, los fiscales de la patria, los heraldos representantes de una sociedad amordazada y desorientada que creyó descubrir en esos nuevos héroes a sus voceros inmaculados. Sacaron pecho ante una épica que los colocaba en el ojo de la tormenta. Se creyeron los “elegidos” mientras la sociedad iba camino hacia una catástrofe anunciada que, eso sí, no hicieron nada por descifrar en sus verdaderas causas y responsabilidades. Amaron ser los ídolos de una época vacía de ideales. Disfrutaron con el estrellato y su incorporación al mundo de las celebridades mediáticas. Soñaron con una prolongación infinita de esa alquimia malsana de sociedad del espectáculo, despolitización, neoliberalismo, invisibilización y fragmentación de lo social, desesperanza generalizada, nepotismos gubernamentales, progresismos políticamente correctos capaces de “olvidar” el núcleo verdadero de la injusticia y la desigualdad en nombre de un abstracto ideal republicano siempre por alcanzar y del que ellos eran los virtuosos defensores en un tiempo de indigencias morales y políticas.

Su utopía se había realizado: sin plazas públicas como sitios míticos de la presencia popular, sin horizontes emancipadores devorados por los fuegos implacables del mercado global y las derrotas que se llevaron cuerpos e ideas, sin palabras y conceptos capaces de quebrar la hegemonía de los poderes reales, sin rebeldías desafiantes ni sujetos portadores de una memoria de los oprimidos, lo único que quedaba, a sus ojos sin nostalgia, cuando todo se había evaporado, era el virtuosismo de las estrellas del periodismo, los últimos sujetos de una historia sin sujetos que había incluso dejado de llamarse “historia” para convertirse en espectáculo de masas indigentes arrojadas del otro lado del umbral civilizatorio. Ellos fueron, y lo seguirían siendo, los custodios de la moral pública, de la rectitud republicana y del heroísmo democrático. El resto, sobre todo el pueblo definitivamente ausentado para transformarse, por arte y magia de las palabras, en “la gente” (bajo la condición de volverse ciudadanos consumidores de la aldea global y ya no oscuros habitantes de suburbios plebeyos y amenazadores), no sería otra cosa que espectadores pasivos de actuaciones mágicas y virtuosas.

Nicolás Casullo, al que suelo recurrir para que nos aclare con su destreza crítica la trama profunda del dispositivo ideológico-mediático que se puso en movimiento para garantizar la continuidad de la hegemonía neoliberal, describe con minuciosidad analítica cómo funciona esa máquina cultural-política: “La ultrainformación como forma de vida naturalizada, el noticiero enervante, el documentalismo periodístico de impacto, las ‘espontáneas’ transmisiones de exteriores con camiones móviles donde la ‘realidad se muestra por sí sola’, el permanente diálogo con ‘la gente’, las nuevas formas de la realidad-ficción que imperan en los acontecimientos convertidos constantemente en temas fuertes, el pasaje de una lógica trágica de la literatura al universo informativo, la construcción diaria de la víctima, del terror, del desastre, de la amenaza, del límite, del chivo expiatorio, de la muerte, del ‘mal’, gestan un mercado actuante –a través de sus empresas mediáticas tan privadas como monopólicas– desde una lógica e interés político cultural y político ideológico. Esto expone una permanente construcción política de la realidad de alcances globales, o nacionales. Construcción en cada casa, en cada hogar, en cada mirada, en cada escucha, frente a la cual la política a secas, la clásica […] tiene escasas o casi nulas posibilidades de hacerle frente adecuadamente en tanto actores de un conflicto […]. Esta construcción, que codifica en cada sujeto (con gran poder de generación y regeneración de sentidos) la mirada sobre lo social, es el auténtico fondo de escena donde se constituye una sociedad de derecha, desde expresas funcionalidades argumentativas. Y que no implica ya enunciaciones políticas explícitas ‘de derecha’ a la manera tradicional de un previsible posicionamiento programático clásico”. Eso hace posible, si seguimos la argumentación de Casullo, que antiguos “progresistas”, de aquellos que iniciaron sus intervenciones periodísticas en la época de la desesperanza que siguió a Semana Santa del ’87 y que cristalizó en la década menemista, hoy, ganados por un resentimiento nacido de un radical cambio de la realidad histórica y de su propio lugar como “fiscales de la patria”, se hayan convertido, para sorpresa de muchos, en la vanguardia mediática de la derecha.

Pero dejemos por ahora los vericuetos de esas metamorfosis que no dejan de impresionar por su contundencia y detengámonos en un artículo publicado en La Nación por el escritor Marcos Aguinis. Su título sin eufemismos es: “El veneno de la épica kirchnerista” y, como para estar a la altura del arte de la infamia, el autor se dedica a describir la desolación moral del liderazgo presidencial y de las organizaciones políticas y sociales que lo acompañan. Pero si eso fuera todo, una artillería canalla que intenta convertir a un gobierno democrático en la quintaesencia del autoritarismo y la corrupción, no estaríamos sino frente a más de lo mismo. Lilita Carrió ha pronunciado, con su tono de profetisa fallida, frases más ingeniosas y apocalípticas que las que nos ofrece Aguinis. La cuestión más grave es otra: en su artículo hace un ejercicio de comparación histórica que, por su desmesura y su aberración, no puede causar sino asombro viniendo como viene de la pluma de quien conoce muy bien lo que ha sido el nazismo, las juventudes hitlerianas y la construcción del universo concentracionario. Como judío, Aguinis les falta el respeto a las víctimas de la Shoá al establecer una inaudita comparación entre aquel sistema de exterminio y sus cuadros militantes y las organizaciones políticas que acompañan a un gobierno democrático. La sombra del negacionismo revolotea sobre el artículo de Aguinis allí donde si la Argentina de hoy es comparable, incluso con déficits morales en detrimento nuestro, a la Alemania hitleriana es que algo de lo que sucedió allí o es falso o nos narraron mal la historia.

Dejemos que sea el propio Aguinis el que nos ofrezca su delirante equivalencia: “Las fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las juventudes hitlerianas (¿en quién, Aguinis, además de usted y algún otro trasnochado?). Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras (para Aguinis, y el subrayado es mío, el discurso y la práctica del exterminio pueden ser considerados “ideales”). Los actuales paramilitares kirchneristas (ahora desaparecieron los signos de interrogación y, directamente, las califica como fuerzas paramilitares que, como es sabido, constituyen una fuente de peligro antirrepublicano y antidemocrático que salen a la persecución de los defensores, como Aguinis, de la civilización), La Cámpora, y el Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas (hasta abarcar a todo el espectro malsano y paramilitar de las organizaciones kirchneristas por si alguna quedaba fuera de la clasificación criminológica aguiniana), en cambio han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosas o meter la mano en los bienes de la nación”. Hasta acá un Aguinis que, quizás y para ser algo indulgentes, pasó una noche de extrañas pesadillas y más extrañas alucinaciones. Supongamos incluso que tomó alguna sustancia alucinógena que lo llevó a escribir lo que escribió. Pero, después, tuvo tiempo de despertarse, lavarse la cara, leer lo que escribió y corregirlo. Pensemos, por qué no, que el editor de La Nación tuvo tiempo de interpelarlo y mostrarle el significado salvaje de su comparación. Pero no, nuestro escritor siguió con lo suyo y decidió que no se corriese una sola coma.

Nuestra incredulidad termina allí donde Aguinis banaliza el horror nazi y, por sobre todas las cosas, arroja sobre las reales víctimas del universo Auschwitz la brutal sombra de la duda al ejercitarse en una comparación no apenas inverosímil sino profundamente negacionista, porque si lo que sucede en la Argentina, si las organizaciones políticas y sociales a las que hace referencia son todavía “peores que las juventudes hitlerianas” ya que, al menos, estas últimas “tenían ideales” mientras que las primeras son fuerzas de la corrupción, quiere decir que la Alemania nazi no fue algo espantoso en donde no existía libertad de prensa ni oposición política, ni fue un régimen exterminador que desencadenó una guerra que costó 60 millones de muertos ni basó su ideología en un biologismo racista que llevó a las cámaras de la muerte a millones de judíos, gitanos y homosexuales. O tal vez, y no nos hemos dado cuenta, todo eso está sucediendo ahora mismo en nuestro país. La impudicia de Aguinis no tiene límites, de no ser él un escritor judeo-argentino no dudaríamos en estar delante de un antisemita que se dedica a trivializar al nazismo en función de su odio patológico hacia un gobierno que respeta las libertades públicas, el Estado de derecho, la multiculturalidad, la diversidad étnica y religiosa como no se había hecho en el pasado. Cuando, en función de la lógica del odio y el prejuicio, se pasan ciertos umbrales, ya no estamos delante de una disputa genuina en el interior de una sociedad democrática, que sabe y debe aceptar las diferencias, sino que algunos acaban por hundirse en el pantano de la malversación ética.

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