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viernes, 25 de mayo de 2012

El fantasma del populismo: peronismo, progresismo y kirchnerismo, por Ricardo Forster (para “Infonews” del 24-05-12)


Por:

Ricardo Forster

Decía Nicolás Casullo, anticipándose proféticamente a lo que sería la experiencia abierta por Néstor Kirchner, que cuando el peronismo expresa su rostro de izquierda o de centroizquierda (algunos lo llaman “nacional popular” sin más) inmediatamente provoca una histérica reacción en el poder tradicional, sacude la modorra de la dominación y vuelve a reintroducir las pasiones políticas. Es en esos momentos, y lo fue en ciertos pretéritos de nuestra historia lejana y reciente, cuando odios y rencores, prejuicios y diversas formas del racismo, conjuras y difamaciones se ponen a la orden del día y contaminan, con una atmósfera viciada, las usinas mediáticas hasta alcanzar a muchas almas puras y bellas de la clase media que vuelven a convencerse, una vez más, de que el populismo regresa, como un espectro aterrorizador, para angustiar sus tranquilas vidas de ciudadanos-consumidores. Cuando el peronismo, como lo hizo en la década del ’90 bajo su impostura menemista, se pliega a las demandas del capitalismo financiero, nada de esa mitología de la infamia y la degradación ocupa la escena pública ni las tertulias de las buenas personas. Todo se trastoca cuando introduce una cuña plebeya e igualitarista y sale a cuestionar el modelo de apropiación de la riqueza del bloque hegemónico.

La lengua de los bienpensantes y del sentido común clasemediero, en esas circunstancias inesperadas en las que se sacude la calma de la dominación, suele desatarse y recobrar lo nunca olvidado: el odio de clase que se metamorfosea en insultos e invectivas que emergen de oscuras gargantas cloacales. Allí están, como testimonios de la alquimia de odio, ignorancia, prejuicio y racismo, las cartas de lectores de algunos de nuestros “prestigiosos” matutinos o las interminables y soeces intervenciones en los sitios web, como notas a pie de página, que dejan estampadas las almas puras de la derecha vernácula al comentar tal o cual artículo. Un cultivo sistemático de la infamia y el ultraje suele acompañar la visión del mundo de muchos de aquellos que dicen defender los ideales de una república democrática. Claro que en esa república no puede haber lugar para que se hagan presentes y visibles esas masas “negras” que, desde siempre, amenazan el verdadero orden republicano.

Basta hacer un rápido recorrido por algunos de esos momentos complejos y desafiantes en los que el peronismo encarnó en un movimiento popular y lo hizo bajo el impulso de una acción transformadora capaz de cuestionar la hegemonía del establishment económico-político, para volver a descubrir las “furias” que se desataron en el interior de aquellos mismos supuestos portadores del ideal republicano. Del “aluvión zoológico”, pasando por los despreciados “cabecitas negras”, sin olvidar a los “zurdos y subversivos” de los sesenta y setenta para llegar a los “negros de mierda que van a los actos por el choripán”, el poder y sus lenguaraces no han dejado de vomitar sus prejuicios y sus distintas formas de violencia –verbal y material– sobre los representantes de esa inédita profanación de los santorales intocados de las clases dominantes. Y nunca han carecido de la compañía y el aporte de antiguos progresistas devenidos en sostenedores a rajatablas de esa República siempre soñada y que cuando alcanzó a cristalizar en nuestra historia lo hizo en detrimento de los intereses y los derechos de las mayorías silenciadas y expulsadas del centro de las decisiones políticas. Cuando el peronismo interrumpe, como viene sucediendo desde la llegada de Néstor Kirchner al gobierno y luego bajo el liderazgo de Cristina, la monótona repetición de un orden injusto y desigual, cuando pone en cuestión el núcleo del poder reabriendo lo que permanecía sellado por ese orden corporativo, lo que ya no puede sostenerse es la neutralidad, la asepsia interpretativa, el formalismo hueco y el institucionalismo consensualista en el que suelen escudarse los antiguos progresistas que, dando un giro sobre sí mismos, acaban convirtiéndose en socios intelectuales de la derecha liberal-conservadora. Es lo que, de nuevo con agudeza, definía Nicolás Casullo bajo el nombre de “progresistas reaccionarios”. Un verdadero hallazgo conceptual que pone en evidencia, más allá del oxímoron, la perturbadora actualidad de cierto progresismo.

Para ellos, el derrame de multitudes venidas de los suburbios de la historia no podía significar otra cosa que barbarie e irracionalidad conjugadas alrededor de una acción política depredadora de la genuina institucionalidad democrática. Lo que era esperable desde las trincheras liberal-conservadoras, aquellas que desde siempre buscaron destruir cualquier iniciativa igualitarista de matriz popular, abarcó, no sin sorpresas para algunos desprevenidos, a una parte no menor de los aguerridos y democráticos habitantes de la trinchera progresista. Por derecha y por izquierda (si todavía esta definición les puede cuadrar a aquellos que desterraron de su lenguaje y de sus prácticas cualquier referencia a memorias insurgentes o, más sencillo y menos comprometido, a cualquier genealogía que los identifique con ideales emancipadores o con el mito, monstruoso, del populismo) le dieron forma a una misma argumentación: el populismo no hacía otra cosa que desplegar un discurso demagógico (en la nomenclatura actual se utilizaron a destajo los términos, más sofisticados, de “impostura” o de “relato ficcional”) mientras dejaba intocada la estructura a la que supuestamente venía a transformar. Para liberar de angustias y contradicciones a sus buenas conciencias prefirieron leer las experiencias neopopulistas desde el mismo prisma que lo venía haciendo, desde siempre, la derecha pero escudándose, ahora, en una nueva retórica institucionalista. Lo que había que defender frente a la ofensiva “autoritaria” de los herederos de Perón era la institucionalidad democrática. Para ellos, profetas de la “República verdadera”, el kirchnerismo representaba, y lo sigue haciendo, la alquimia de demagogia, corrupción, impostura y mitologización populista. Lo peor de lo peor. Sin importarles cruzar de vereda se amalgamaron con la derecha real y se convirtieron, algunos de ellos, en sus plumas privilegiadas y exaltadas desde los mismos medios de comunicación a los que, en su juventud revolucionaria, habían execrado como portaestandartes de la reacción.

Como hongos que brotan después de la lluvia, en nuestro país proliferan las voces que se desgarran las vestiduras ante la amenaza populista, esa misma que en otro momento de la historia latinoamericana, aquella de los años ’40 y ’50, irradió la fuerza de los olvidados y excluidos llevándolos hacia el centro neurálgico de la vida social-política y dándole forma, por primera vez de una manera multitudinaria y tumultuosa (tal vez anticipado por aquel México insurgente de Zapata y Villa en el comienzo del siglo pasado), al surgimiento poderoso de movimientos políticos capaces de dejar un profundo surco en la memoria popular (y fue sin dudas el peronismo la más expresiva, audaz y provocadora de aquellas experiencias que forjaron el primer populismo y el que seguiría insistiendo en el interior no sólo de las experiencias obreras sino determinando irremediablemente todos los giros del país a lo largo de más de seis décadas).

Nicolás Casullo, con enorme agudeza crítica, va a desentrañar la madeja de una derecha que, si bien sigue siendo portadora del nombre y de los objetivos de su antecesora, es lo suficientemente creativa y sutil como para darles a su práctica, a sus intervenciones y a su lenguaje un carácter adaptado a los tiempos signados por la estetización de todas las cosas, por la culturalización de la política y por la necesidad de dar cuenta de los nuevos moralismos políticamente correctos. Esta nueva derecha –así preferirán denominarla algunos– que se pondrá al frente de lo que Casullo llamó “la revolución cultural conservadora”, multiplicada desde principios de los ’80, se entrelazará con la estirpe de la progresía intelectual, antigua y avergonzada descendiente de las tradiciones de izquierda y nacional populares, para juntas abrazar, con fervor de conversos, a la recién descubierta “democracia” que, en su deslumbramiento, sería confinada a una sola de sus herencias: la forjada en el interior del liberalismo y de la paradigmática aceptación acrítica de “un acentuado formalismo democrático republicano de corte netamente conservador y amedrentador, que busca desasirse de la historia: desprenderse de todo ‘hacia qué’ y ‘para qué’ histórico preciso”. En un giro cada vez más pronunciado fueron abandonando sus antiguas críticas al capitalismo para adaptarse, en lo político y económico, a la dogmática de la ortodoxia fondomonetarista mientras mantuvieron su progresismo valorativo pero, ahora, canalizado ya no a través del Estado o de ideales revolucionarios sino de diferentes ONGs y de una moral heredera de la filantropía oligárquica.

La estrategia neoliberal, su enorme capacidad para impregnar con su visión del mundo al sentido común dominante, logra apropiarse, cuando lo necesita, de memorias y gramáticas pertenecientes a sus antiguos adversarios pero lo hace vaciándolos de contenidos y reduciéndolos a espectáculos especialmente armados para conciencias sensibles. También lo hace reescribiendo la turbulenta historia de la modernidad destinando sus críticas más ácidas y destructivas a la transformación de la genealogía de la revolución popular en materia prima de la barbarie homicida de los totalitarismos. La astucia de la deconstrucción de las sagas populares revolucionarias (que empieza, como es obvio, por la etapa jacobina de la Revolución Francesa y atraviesa desde la Revolución Rusa, pasando por la China y Cubana hasta alcanzar a todos los movimientos de liberación nacional y las diversas formas del populismo a lo largo y ancho del siglo veinte) se hace en nombre de una democracia “esencial”, normativa, capaz de ofrecerse como el paradigma virtuoso de la República siempre soñada y hasta añorada por nuestros progresistas que, ¡al fin!, creen que a la historia moderna le sobró Rousseau y le faltó Locke o, de una manera más aggiornada, abundaron Marx y Keynes y escasearon Von Hayek y Friedman. Nuestros progresistas, todos provenientes de la mitología de la revolución, antiguos cultores de los diversos marxismos y populismos transgresores, han mutado en defensores a ultranza de una alquimia de liberal capitalismo, multiculturalismo importado de los departamentos de estudios culturales anglosajones, institucionalismo dogmático y rechazo visceral a cualquier recuperación de la política como conflicto. Su panacea es la famosa “sociedad abierta” de Karl Popper pero bajo la multiplicación infinita del espíritu libertario de la mercancía. Lo demás es, claro, barbarie bajo la forma de una genealogía del horror revolucionario que, ahora y entre nosotros, ha cambiado nuevamente de forma y se ha vestido con las ropas plebeyas del neopopulismo.

Repasando el cambio de relación con la propia historia que se opera en el interior del progresismo conservador, Casullo afina todavía más el análisis crítico desarmando la maquinaria autojustificadora que muchos de los intelectuales que provienen de este sector suelen poner en funcionamiento: “Paralelamente las poderosas usinas económicas, financieras e inversoras de hoy, que estructuran la estrategia política e ideológica neoliberal a partir de las reglas del mercado mundial, amasan a su vez una campana cultural de época –tanto conservadora como progresista– que de distintas formas plantea y sofoca el presente como reiteradas y eficaces consignas sobre el fin de la historia, el fin de las ideologías, el fin del Estado rector, el fin de la política, el fin de las derechas e izquierdas, el fin de las democracias sociales, el fin de los proyectos nacionales, el fin de los programas ‘anacrónicos’, el fin de los proyectos utópicos. Ambas vertientes, la dura revisión crítica a un pasado y la propaganda contrapolítica del mercado liberal, gestan el miedo político a la historia: una pérdida de conciencia, participación y sentido de la historia. Miedo a actuar en la historia, a protagonizar la historia, a intervenir en la historia en tanto marcha posible de encauzar en términos prioritarios de real justicia, equidad y emancipación del hombre. Pero también retracción de la experiencia social en tanto crisis de la conciencia en su relación con la historia en sí. Es decir, fuerte caída cultural de la perspectiva de un sentido histórico. O de un sentido de la historia (…) El siglo XX fue la centuria que depositó su viga maestra en el poder de la historia como fragua, el potencial de las historias posibles de hacerse y rehacerse. Y en donde los mundos simbólicos, discursivos y retóricos emanaban, palmo a palmo, de la matriz de los hechos. De sus evidencias, marchas y abecedarios concretos a cargo de los conjuntos sociales que, para bien o mal, se sintieron llamados a actuar. El miedo a la historia por el contrario –como neo-ideología que supera el sistema de políticas admitidas por el mercado mundial– la conciencia de una historia paralizada que no garantiza ya ninguna de sus promesas, que gira sobre sí misma como fantasma de lo que fue, que se escurre de cualquier escena hacia un abismo devorador de significados, replantea la experiencia cultural entre palabra, política y mundo”.

El kirchnerismo rompió en mil pedazos esa cómoda estética poshistórica, esa celebración del fin de las ideologías y el agotamiento de la política entendida como puesta en evidencia de lo no resuelto en el interior de la sociedad; y lo hizo reapropiándose de ese gesto maldito que se guarda en la memoria, siempre bastarda a los ojos del progresismo reaccionario, de las multitudes democráticas lanzadas a la escena pública para hacerse cargo de sus propios derechos y exigencias. Simplemente impidió que siguiera desplegándose una repetición malsana que, de la mano de la hegemonía de la economía global de mercado y del reino sacrosanto de la democracia liberal, había decretado la expulsión del conflicto del interior de sociedades “serias y modernizadas” de acuerdo a los patrones provenientes de los países centrales. El kirchnerismo salió al rescate de aquella tradición popular envilecida y prostituida desde el interior de su propia dirigencia. Con voluntad y audacia, desentendiéndose de formalismos agusanados y poniendo en cuestión instituciones vaciadas y corrompidas, salió, bajo la impronta del retorno de la política, a conmover los cimientos del poder y, con ello, a cuestionar, de manera radical y decisiva, el núcleo duro del dispositivo neoliberal reabriendo las compuertas de un proyecto democrático y popular.

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