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domingo, 18 de diciembre de 2011

LA BUROCRACIA ACADÉMICA, EN ALERTA ROJO, por Juan Chaneton (para “Buenos Aires SOS” 15-12-11)

La creación del Instituto revisionista Manuel Dorrego

Buenos Aires SOS.- 15 de diciembre de 2011.- (Por Juan Chaneton).-

Santa Fe, Entre Ríos y Misiones, solamente. Sólo estas tres provincias han ingresado al exclusivo club de los nuevos revisionistas argentinos. Predomina, con amplitud, la Provincia y el Puerto. Se han impuesto los unitarios a la hora de confeccionar la lista de integrantes del “Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego”, que así se llama el ente creado por el decreto 1880/77 del 17 de noviembre pasado y firmado por la presidenta de la Nación. Dieciséis artículos, el último de forma, 33 miembros y ya está. A otra cosa mariposa.

Ya habrá tiempo, suponemos, para más incorporaciones. Para conferirle a la criatura una impronta más federalista. Por ahora, ¡y por fin…!, los argentinos se disponen a librar la batalla cultural más allá de los medios, es decir, en el origen, en el big bang que empezó a parirnos como nación. Debemos ir hacia las partículas elementales para descubrir en qué críptico entresijo se esconde el bosón de Higgs de nuestro pasado. Para eso ha de servir este mirar hacia atrás con ojos plenos de nueva luz y rompiendo monopolios del conocimiento y púlpitos desde los cuales burócratas viejos y menos viejos esgrimen, con pretensiones apodícticas, un supuesto saber histórico para el que reclaman exclusividad.

En los considerandos del decreto fundacional se afirma que Dorrego se destacó “como pocos” en las luchas de nuestra independencia. Es verdad. Pero no es toda la verdad. Dorrego también se destacó, como pocos, en las guerras civiles argentinas. Ganó y perdió. Pero luchó en las guerras que enfrentaron a los argentinos de entonces. Eso establece, precisamente, una diferencia con San Martín, que luchó en las guerras de independencia pero no se quiso mezclar nunca en guerras fratricidas. El decreto omite este capítulo del gran soldado y estadista que fue Manuel Críspulo Bernabé Dorrego. No debió hacerlo. Debió decirlo. Y alguna vez habrá que llegar a la conclusión de que es parte de la épica y de la virtud del ser humano luchar en el terreno que sea cuando de ser fiel a sus principios se trata. Dorrego peleó contra Artigas y contra los unitarios porque profesaba ideas y principios. Y a tal punto los principios lo guiaban que no quiso ascensos en su carrera militar más que cuando éstos le eran discernidos por sus méritos en el combate al español, es decir, al opresor. Dorrego no aceptó grados provenientes de sus acciones en guerras civiles, por eso nunca fue general; y pudo serlo. Pero no por eso incurrió en purismos que acallaran un eventual reproche culposo de su conciencia negándose a luchar. Luchó contra los que no querían ni el federalismo ni la república. Fueran argentinos o no. Eso se llama principios.

Y el decreto también señala que el “trágico final” (vulgaridad del lenguaje burocrático; mejor hubiera estado “vil asesinato”) debería servirnos a los argentinos para “desterrar la intolerancia y la violencia de las prácticas políticas”. Nuevamente lenguaje burocrático. Pero no expresa, ahora, vulgaridad sino hipocresía. La intolerancia y la violencia han sido ínsitas a las prácticas políticas en todo el mundo y desde el origen de los tiempos. Pretender eliminarlas de las luchas por el poder es pura hipocresía porque los que conocen el paño pero a la gilada le cuentan otra película están ilusionando al pueblo con el arribo, alguna vez, a las playas doradas de la armonía y la virtud, siendo que los viejos zorros de la política saben que eso nunca ocurrirá. Nadie puede citar un solo proceso histórico, desde Neandertal en adelante, donde la política haya lucido expurgada de intolerancia y virgen de violencia.

Y aquí viene un punto interesante. ¿Le asiste la razón a Torcuato Di Tella (h) cuando afirma que el peronismo es producto, en partes iguales, de la violencia y de la cooptación dineraria? (Torcuato S. Di Tella, “Perón y los sindicatos. El inicio de una relación conflictiva”; Ariel, 1º ed., Bs. As., 2003, pp. 417/418.) ¿Hará revisionismo, aquí, el Instituto Dorrego? ¿O se quedará dilucidando qué pasó en realidad entre unitarios y federales?

El considerando séptimo del decreto se “come” a Marcelo Quiroga Santa Cruz que, a esta altura, habrá que ver quién sabe algo de la vida, la obra y la gloria de este militante, intelectual y artista latinoamericano. Se olvidan también de Raúl Sendic, de Miguel Enríquez, de Luis de la Puente Uceda, de Turcios Lima, del Che y de Fidel Castro. ¿No aportaron algo a la noción de patria grande latinoamericana estos próceres de la lucha independentista y antiimperialista? Y Eloy Alfaro, y Francisco Caamaño Deno, y Toussant de L’Ouverture, y Maurice Bishop, y tantos otros. Claro, la lista mencionada en el considerando séptimo no es taxativa sino meramente enunciativa, se dirá. Y tendrán razón si dicen eso. Pero ojalá que no se olviden de nadie. Y mucho menos por prejuicio ideológico. Dejar en la banquina a cualquiera de los nombrados haría incurrir, a quienes así procedan, en espuria coincidencia ideológica con los EE.UU., Dios nos libre…

Los historiadores reconstruyen el pasado que necesitan. Si se me preguntara a quién se debe tan enceguecedora luz de verdad no sabría qué contestar. Pienso en este momento en “Combates por la Historia”, de Lucien Febvre o en “¿Qué es la Historia?”, de Eduard Hallet Carr, por ahí debo haberla leído a esa cita en mis años de esperanza, pero no estoy seguro. Lo que importa es que sepan, en el Instituto cuya creación aplaudimos y celebramos, que todos reconstruyen el pasado que necesitan. O que necesitan las clases dominantes. Mitre lo hizo, qué duda cabe. El Instituto lo hará, qué duda cabe. No hay objetividad posible. Pero sí es exigible que no se niegue esta evidencia. Que digan que la nueva verdad reconstruida y reformulada deviene funcional a un proyecto de país. A un país oligárquico liberal; a un país nacional y popular; a un país socialista.

La creación del Instituto ha merecido objeciones mezquinas y de vuelo bajo por parte de historiadores de los que era dable esperar otra actitud. El saber histórico no es monopolio de la Academia Nacional de la Historia. No es monopolio de nadie.
Un burócrata de la laya de Luis Alberto Romero, autor de una aburridísima y superficial “Breve historia de la Argentina”, incurre en lo que jamás hay que incurrir cuando de polémicas se trata. Lo suyo fue una especie de falacia “ad universitas”: no discute los argumentos ni las concepciones historiográficas diferentes de los otros sino que, de entrada, los descalifica porque no tienen título universitario. Nunca como en este caso le habrá cabido más y mejor al Instituto Dorrego (en especial a Pacho O’Donnell) el recuerdo de Oscar Wilde cuando replicaba los insultos de sus banales críticos con aquel inmortal “…es el homenaje que la mediocridad rinde al genio”.

En cuanto al colectivo que representan Hilda Sabato, Zaida Lobato y Juan Suriano no se entienden bien las razones de su malestar. El Instituto aún no empezó a trabajar y ya se lo fulmina apelando a la presunción de que aplicará “una forma perimida de hacer historia y una visión maniquea”, tal el título de su pública declaración que mereció una inmediata y destacada repercusión en el diario La Nación. Si así fuera, peor para el Instituto: si no hay nivel, habrá que reconsiderar el uso que de los fondos del erario se hace en este caso. Pero todo eso es a posteriori. Primero hay que verlos jugar.

En cuanto al párrafo en el que Sabato y los demás firmantes critican el considerando uno del decreto parece desprenderse de él un acendrado sentido de la democracia, del pluralismo y de la diversidad de opiniones, principios éstos que –según aseguran los críticos- presiden la investigación historiográfica en el marco del Conicet. Pues si estos principios son valores per se en la mirada de los críticos, ¿por qué entonces negar la posibilidad de sumar más voces y enfoques diferentes a los asuntos del pasado argentino? Yo creo, francamente, que ni los sueldos, ni las becas, ni los viajes sufrirán mengua alguna en perjuicio de quienes ya disfrutan de tales bien ganados derechos. Y en cuanto al monopolio del saber histórico, aquí, en la Argentina, ya no lo tiene nadie ni lo volverá a tener, lo cual es saludable y debería preocupar más al Instituto Nacional Sanmartiniano que a los historiadores serios que hay, efectivamente, trabajando en el país.

En el punto segundo de su alegato, Sabato, Lobato y Suriano denuncian que “… el Instituto se crea para promover un discurso oficial sobre el pasado”. Aquí derrapan feo, me parece. Todo oficialismo puede aplicar un plan económico, o promover una determinada política de salud. Pero instaurar en la Argentina una visión “oficial” de la historia para que 40 millones de personas pasen a vivirla como verdadera y propia, todo ello en el lapso que puede durar un oficialismo en el poder, me parece que, francamente, no es posible. La historia es, en sentido lato, cultura, y ésta decanta en el indiferente discurrir del tiempo y a lo largo de décadas y, aun, de siglos. No se impone por decreto una versión oficial de la historia.

Sienten que se les han metido en el living de su casa sin pedirles permiso, los historiadores críticos del Instituto Dorrego. La disciplina (la historia) debe permanecer como conocimiento esotérico, esto es, conocimiento que circula en los cenáculos y al cual acceden los elegidos y los iniciados. El saber exotérico es para las masas, para la gilada, y el sacrilegio que se apresta a cometer el Dorrego es la difusión y la divulgación de lo que debe permanecer como saber cerrado, conclávico.

“En los últimos treinta años la historiografía argentina ha producido abundante conocimiento sobre diferentes períodos, procesos y figuras, incluyendo todas las que menciona el decreto como «relegadas»” –dicen los firmantes-. Pero bueno… Si esto es así, el Instituto Dorrego deberá tener en cuenta ese abundante conocimiento, y coincidirá o polemizará con él. What’s the problem? Y agregan -insinuando lo oculto pero existente en los cuartos oscuros de la Academia y a lo que, por ahora, sólo ellos tienen acceso-: “(la disciplina) ha desarrollado instrumentos de análisis complejos que resisten el reduccionismo”. Se muestran, en ese pasaje de su módico discurso, como celosos cancerberos del saber esotérico que -como enseñó Leo Strauss- era paradigmáticamente el de los sofistas en pugna contra Sócrates.

Se quejan, asimismo, de que el Dorrego tendrá “todo el peso del Estado”, olvidando que los viajes a Alemania y a Florencia de los aspirantes a historiadores serios que financia el Conicet son posibles, también, porque “todo el peso del Estado” ha hecho avanzar al Conicet y a la ciencia argentina, en los últimos años, como nunca antes.
La burocracia académica es tan pútrida, viciosa y reprobable como la burocracia sindical, la empresaria o la política. Les patean el nido y cacarean. Ven amenazado el uso y goce unilateral y unidireccional de sus privilegios. Se trata de esa misma burocracia que en el interior del país, por caso, escribe al calor del poder del feudo familiar y no investiga nada que pueda incomodar a quienes les pagan el sueldo y les han garantizado la adquisición de la chacra.

¿No es patético, acaso, que las huelgas de El Chocón, en Neuquén, no hayan merecido, por parte de los historiadores que Sabato y los otros defienden, más que unas poca malas palabras de gentes que reclaman para sí el rango social y la reputación de “historiadores”. Y eso sin hablar de otros hechos históricos frente a los cuales estos burócratas se hicieron, en su momento, olímpicamente los distraídos.

En cuanto a las objeciones de Romerito no merecen más de lo que ya hemos dicho. Se trata de un burgués pequeño, pequeño… como aquel inolvidable personaje de Alberto Sordi.

De modo que… a apechugar, señores…! No tienen nada que temer de los nuevos investigadores. Sólo deberán polemizar con ellos, y los que no somos historiadores saldremos gananciosos asistiendo a tan enriquecedor intercambio de ideas.

Si bien se mira, la ocasión es harto propicia para profundizar en expedientes que claman su reapertura. Por caso, ¿podrá acceder al Panteón el fusilador de una adolescente embarazada gozosamente extraviada en los placeres de un amor prohibido? ¿Defiende el federalismo el que les impide a los extranjeros la navegación del Paraná pero también se la impide a Pancho Ramírez y a Estanislao López? ¿O eso no es federalismo sino defensa de los negocios del emprendimiento Los Cerrillos? Rosas quería ser gobernador de Buenos Aires. Su jefe (soldado de la independencia y de las guerras civiles, escenarios en los que a Rosas jamás se lo vio) era Dorrego y gobernaba él la provincia. ¿Quién traicionó a Dorrego?

Todas preguntas que deberá responder el flamante Instituto revisionista. Y que, a buen seguro, podrán merecer aquiescencias o discrepancias por parte de la actual burocracia académica que maneja los asuntos “de los historiadores”. Saldrá ganando, así, “…un principio crucial para una sociedad democrática: la vigencia de una pluralidad de interpretaciones sobre su pasado” (punto 3 de las objeciones que La Nación publicó con las firmas de Hilda Sabato, Lobato y Suriano).

Y lo último: no está Horacio González entre los integrantes del Instituto. Y éste acaba de decir que “pese al 54 %, el gobierno es débil”. Y que “yo no soy muy oficioso cuando hablo de política”. Léase aquí: yo no soy alcahuete… Raro todo esto… Compleja la política. Sobre todo para los que sólo atinan, en primerísimo lugar y como reflejo pavloviano, a defender su quintita de sabrosos cerezos y durazneros, de buenos licores, de néctares, mieles y ambrosías.

Publicado en :

http://www.buenosairessos.com.ar/articulo/burocracia-academica-en-alerta-rojo

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