La capital de los argentinos ratificó su más rancio antiperonismo encarnado nítidamente por Macri
Publicado en TIEMPO ARGENTINO el 11 de Julio de 2011
Por Alberto Dearriba
Periodista
Está claro que los porteños no votaron ayer por el alcalde que se ocuparía mejor del bacheo y la limpieza de las calles, o por el que limpiaría mejor las alcantarillas. Protagonizaron una nueva confrontación entre dos posiciones políticas históricamente antagónicas, entre dos concepciones opuestas sobre el rol del Estado y, en suma, produjeron un choque entre dos modelos de país. De otro modo resultaría difícil comprender por qué más de 800 mil personas premiaron a un jefe de gobierno que no ha demostrado precisamente eficiencia para las cuestiones municipales, que ha incumplido sus promesas y que, encima, exhibió un desdén estridente por la escuela y la salud pública.
Macri fue en cambio un adversario coherente y pertinaz de las reformas populares del kirchnerismo. Expresó su preferencia por el mercado y su aversión por el Estado, le dio espacio a los funcionarios más reaccionarios y manifestó una xenofobia que coincide con el pensamiento mayoritario de la sociedad porteña.
Es la esperanza blanca de los sectores conservadores, que ven en él al único candidato capaz de disputarle poder al kirchnerismo con claras banderas de la derecha. Eso es lo que votaron mayoritariamente los porteños que eligieron al PRO. Y los que se inclinaron por el Frente para la Victoria, sufragaron por lo contrario.
El jefe de gobierno expresa nítidamente al promedio de la conciencia colectiva de la clase media porteña, dispuesta a gozar de los mejores niveles de empleo y consumo obtenidos con el kirchnerismo, pero siempre atenta y vigilante en el reclamo de mano dura para delincuentes, pobres y extranjeros.
La paradoja es que los triunfadores de hoy se encontrarán huérfanos en octubre, ya que sufragaron por una fuerza que no ha conseguido superar los límites municipales y que ni siquiera tendrá entonces candidato presidencial propio.
Para ganar la liga local, Macri debió renunciar a la disputa nacional. En cambio, la castigada Unión Cívica Radical (UCR) y la deshilachada fuerza de Elisa Carrió disputarán los votos de la derecha porteña en la compulsa nacional. De todos modos, lo de ayer no les sirve para ilusionarse demasiado: en 2007, el kirchnerismo perdió en Capital, Santa Fe y Córdoba, pero Cristina Fernández fue elegida presidenta de la Nación en primera vuelta.
En realidad, Buenos Aires no hizo más que ser consecuente con una historia que nació en el puerto y mantuvo desde sus albores fuertes contradicciones con los intereses nacionales radicados en el interior.
El humor de la clase media porteña de hoy tampoco es muy distinto al expresado durante el primer peronismo, cuando la incipiente burguesía nacional –nacida precisamente al amparo de la protección estatal– engendró un intenso odio de clase frente a la supuesta prepotencia de los trabajadores.
Más de medio siglo después, el sentimiento ”gorila” sigue primando en la orgullosa capital de los argentinos, como un signo cultural incombustible, resistente a razones políticas y económicas.
Se trata de un sentido común cerrado, que rechaza visceralmente al Estado, al populismo y aun a la política. Para muchos porteños, Mauricio Macri sigue siendo un empresario que no se enlodó en el charco. No importa que haya comprado computadoras al doble de lo que las pagó la Nación, o que haya montado una red de espionaje. No le entran balas.
El perfil educado y progresista de Daniel Filmus no alcanzó evidentemente para mitigar el antiperonismo histórico de la sociedad porteña, que sólo se rindió con un candidato impulsado por Carlos Menem. En 1993, el ex ministro Antonio Erman González encabezó la lista de diputados nacionales en la Capital Federal y se impuso claramente. Sin embargo, expresaba en realidad el neoliberalismo y no un proyecto nacional. No fue un triunfo peronista, sino de las mismas ideas que hoy anidan en el macrismo.
Sólo pudo seducir a la ciudadanía porteña el presidente peronista que se abrazó al mercado, besó al almirante Isaac Rojas, reivindicó a Álvaro Alsogaray y aplicó sin anestesia un modelo de exterminio industrial y de exclusión social.
Para obtener el certificado de admisión, el menemismo debió escupir en la historia del peronismo y sobreactuar el papel del converso. Algunos hubieran preferido que la campaña de Filmus hubiera hecho guiños hacia la derecha, para atenuar el consenso opositor.
Pero los votantes del senador fueron a las urnas con razones opuestas a las de los votantes del macrismo. Tampoco fueron a buscar una ciudad más limpia, sino que fueron a defender un modelo que les devolvió la esperanza. Y siempre es preferible perder con las propias banderas, que con las del adversario. La historia política argentina reciente cuenta con casos paradigmáticos de dirigentes que agredieron a sus votantes y se convirtieron en cadáveres políticos.
Ahora se discutirá también si nacionalizar la campaña fue la mejor estrategia, habida cuenta de la existencia de un electorado resistente. O si un dirigente que ya había perdido en la Ciudad frente al mismo contendor, es el mejor candidato. Y no es improbable que se esgriman razones atendibles en torno de ambas cuestiones. Pero nadie puede asegurar que esas variantes hubieran logrado perforar un consenso adverso tan cerrado. A veces es difícil torcer los vientos de la historia si se sigue fiel a las ideas. Y la lucha política no se termina en una elección.
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