Lealtad. Esa será la palabra, el acto, la conducta que defina los próximos meses en la política argentina. La presidenta no necesita nadie que le sume votos –lo admiten los encuestadores–, sino alguien en quien ella pueda descansar y confiar.
I
Jorge Luis Borges sostiene que la historia es pudorosa. Creo que, en realidad, es de una sutileza caprichosa y bella. Un juego de espejos. Porque cada palabra escrita en el presente reescribe nuestro pasado. Ahora lo sabemos –la certidumbre no es de Carlos Marx sino del ciego autor de Otras inquisiciones–, la historia no se repite como comedia, sino como reflejo. Leer el pasado nos sirve para pensar nuestros actos, pero como en una paradoja actuar hoy nos permite realizar una nueva autopsia de lo acontecido. El jueves, con el agónico discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los argentinos atravesamos “en enigma por medio de un espejo” –la cita es traducción de la Carta Corintios I de San Pablo– por 30 años que jamás deberían haber existido.
II
Cuando falleció Néstor Kirchner escribí que la dimensión humana había invadido la política. Que a las cuestiones estrictamente ideológicas, que a las convicciones, que a los tires y aflojes del poder crudo, que a las variables económicas debían sumárseles ahora el factor humano como un ingrediente imprescindible en el relato histórico. La encrucijada personal en la que había quedado la presidenta de la Nación tras la muerte de su marido despertaba interpretaciones e identificaciones que atravesaban lo estrictamente político para instalarse allí, en la afectividad de millones de argentinos. Ya no se trataba sólo de ideas o preferencias, sino de empatías. Se iniciaba entre Cristina Fernández y la “sociedad” o la “gente”, una nueva instancia que incluía cuerdas dramáticas. En algún punto nacía una nueva relación de mayor intimidad entre ella y esa vaguedad política que se llama pueblo. Se transformaba en la única líder política que tenía un vínculo personal, afectivo, empático, “desde la familia”, con millones de hombres y mujeres, y que trascendía la mera representación para convertirse en identificación. La presidenta es una mujer que sufre, tiembla, llora, como todos nosotros. Es decir, además de ser la líder política que gobernó los últimos cuatro años, es una mujer de tono agónico que convoca desde lo estrictamente humano, casi como en una tragedia shakespeareana. Es en ese momento en que la política se hace historia, entonces, cuando los hombres y mujeres que la protagonizan son atravesados por profundas encrucijadas humanas, por la obligación de tomar íntimas decisiones de acuerdo a necesidades e intereses cruzados.
Hace unas semanas, le pregunté por Radio América al diputado del Frente para la Victoria Alejandro Rossi si no le parecía que la presidenta había alcanzado un grado de madurez política y personal como nunca antes. Desairado, me contesto al aire que “Cristina Fernández siempre ha sido un cuadro de conducción de una madurez insoslayable.” No era otra cosa que una respuesta de ocasión, claro. Pero, también, marcaba que no era “madurez” la palabra adecuada. Desde hace un tiempo creo –puedo equivocarme, claro– que la mandataria se posicionó en una dimensión política diferente a la que estaba antes. Y algo dejó traslucir en su sinceramiento, cuando dijo a quien quisiera oír que no se moría por ser nuevamente presidenta. Personalmente, le creo. No debe haber nada más tentador que apartar el cáliz de un nuevo mandato. Luego de perder a su compañero, de cuatro años agotadores sin descanso, porque en cuanto se dormía, su vicepresidente intentaba robarle las medias sin quitarles los zapatos, luego del estrés y la soledad que significa la conducción, con las cuestiones físicas –que ella misma insinuó– y con la posibilidad de asegurarse un descanso con el nivel de aceptación más alto con el que puede irse a su casa un mandatario argentino, no tiene necesidad de ir por la reelección si no es por una fuerte convicción y compromiso con su propia misión histórica.
Cristina Fernández, sospecho, no tiene ningún interés personal en continuar. No tiene nada que ganar ni nada que perder en términos personales. Ella ya dio todo lo que tenía para dar, como dijo el jueves. Yo estaba equivocado: la presidenta no había alcanzado un nivel superior de madurez política, Cristina, me animo a decir, está –peronísticamente hablando– desencarnada.
III
21 de junio de 1973. Es el día posterior a la Masacre de Ezeiza. Juan Domingo Perón ya había sufrido un principio de infarto en el avión que lo traía definitivamente a su tierra. La dinámica de la violencia política ya era imparable. No había un solo culpable de los enfrentamientos de los últimos meses, pero la Juventud Peronista había puesto la mayoría de las víctimas el día anterior. El viejo General emitió un discurso a todo el país por cadena nacional y dijo: “Llego casi desencarnado. Nada puede perturbar mi espíritu porque retorno sin rencores ni pasiones, como no sea la pasión que animó toda mi vida: servir lealmente a la patria. Y sólo pido a los argentinos que tengan fe en el gobierno justicialista, porque ese ha de ser el punto de partida para la larga marcha que iniciamos. Tal vez la iniciación de nuestra acción pueda parecer indecisa e imprecisa, pero hay que tener en cuenta las circunstancias en las que la iniciamos. La situación del país es de tal gravedad que nadie puede pensar en una reconstrucción en la que no debe participar y colaborar. Este problema, como ya lo he dicho muchas veces, o lo arreglamos entre todos los argentinos o no lo arregla nadie. Por eso, deseo hacer un llamado a todos, al fin y al cabo hermanos, para que comencemos a ponernos de acuerdo.”
La historia tiene formas bellas y terribles de reflejarse. Perón no quería ser presidente, deseaba convertirse en un ministro plenipotenciario para monitorear estratégicamente la política argentina y, al mismo tiempo, tejer una alianza con los demás países de la región. Sin embargo, la situación política lo llevó, contra su voluntad personal y poniendo en riesgo su propia vida, a asumir ese rol histórico.
Estoy casi obsesionado por el Tercer Perón. Lo utilizo, incluso, como un ariete provocador contra las interpretaciones fáciles, prejuiciosas, llenas de lugares comunes y de eslóganes, que establecieron en los últimos años tanto sectores de la “izquierda” como la de la “derecha” peronista y no peronista. A veces peco de exceso, lo admito. Pero hay en ese Perón una clave que nos permite entender ciertas notas que se repiten en la historia: la torpeza de los apresurados, la mala intención de los retardatarios, el desafío a la conducción de Perón por algunos sectores, la dinámica centrífuga que llevó a que izquierdas y derechas se tocaran y sabotearan el proyecto nacional, por ejemplo.
Fue en ese mismo discurso en el que el viejo conductor pronunció las palabras que hoy suenan comunes: “No es gritando la vida por Perón que se hace patria, sino manteniendo el credo por el cual luchamos.” Son casi las mismas palabras que pronunció el jueves la presidenta. No es diciendo “Viva Cristina” que se sostiene o se profundiza el modelo, sino haciendo lo que hay que hacer, cerrando filas, construyendo la unidad del movimiento nacional y popular y, sobre todo, demostrando la lealtad con hechos, no con palabras, determinó Fernández de Kirchner.
IV
Lealtad. Esa será la palabra, el acto, la conducta que defina los próximos meses en la política argentina. Esa será la clave para saber quién será el candidato en la Capital Federal, pero también, por ejemplo, para los diputados y senadores, intendentes, gobernadores y, claro está, para el vicepresidente de la Nación. Porque Cristina Fernández no necesita nadie que le sume votos –lo admiten todos los encuestadores–, sino alguien que le cuide las espaldas, alguien en quien ella pueda descansar y confiar.
Por eso la llave del armado no estará en los elementos de presión, ni en las espurias negociaciones que algunos intendentruchos del Conurbano hagan con Francisco de Narváez para asegurarse la mayor cantidad de concejales ni las piruetas que los gobernadores realicen para postularse como kirchneristas moderados, asépticos, profilácticos que hereden el proceso. Tampoco en las manifestaciones rimbombantes de apoyo de distintos sectores del movimiento nacional y popular, sino con la praxis concreta de la lealtad. Y el primero de esos actos es no embarrar la cancha, no cortarse solo, no sacar los pies del plato.
Un llamado a la lealtad realizó la presidenta el jueves. ¿Lealtad a qué? Sencillo, a la conducción. El mensaje profundo del discurso es el siguiente: La conductora es ella. Ella –como metáfora colectiva– construyó el modelo, ella está legitimada para llevar adelante el proceso y no otros. Y los que no lo ven así –podría parafrasearse al mismo Perón en el polémico discurso frente a los ocho diputados de la Tendencia en el que justificaba una espantosa reforma del Código Penal– “se saca la camiseta y se va… total, por un voto más o un voto menos, no nos vamos a andar haciendo problemas… Pero eso sí, si se quedan, disciplina.”
En ambos casos, lo que los líderes dijeron es que la conducción no es una simple figurita de decoración, sino que es un mando que se cumple.
V
Rápidamente cundió el pánico. Todos tomaron conciencia de la necesariedad de la presidenta. ¿Es imaginable hoy un país sin el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner? ¿Qué figura puede remplazar en legitimidad a la presidenta? ¿Qué gobernador, legislador, intendente o ministro puede garantizar el actual modelo de producción, acumulación y redistribución de la riqueza que puso a la Argentina en el actual proceso de crecimiento sostenido y continuado? ¿Quién puede enfrentar a las corporaciones como ella lo hizo? ¿Quién puede darle la victoria indiscutiblemente al justicialismo? ¿Y quién podrá darle la participación al movimiento obrero organizado en la mesa de la discusión del poder real que le dio el kirchnerismo? ¿Quién podrá gobernar de forma tan “no neutral” –es decir a favor de los sectores del trabajo– como ella? La respuesta es sencilla: en este momento, nadie.
Dos grandes definiciones dio la presidenta en ese discurso, del que como verán no pretendo convertirme en exégeta, porque todo interpretador oscurece y entorpece las palabras originales, ya que todo traductor es en cierta medida un traidor, como dicen los italianos: La primera es que este gobierno no es neutral. Era obvio, pero nunca había sido explicitado de esa manera. Nunca en democracia un presidente insinuó que gobernaba para los trabajadores, los pobres, los desposeídos. La segunda es que no estaba de acuerdo “ni con la explotación ni con la extorsión”. Y en esa operación jugó con lo simbólico y no dijo pero insinuó que su gobierno, que había peleado con las corporaciones, no tenía ningún problema en combatir las actitudes corporativas de propios y ajenos. Parafraseando, transformando las palabras de Eva Perón en su testamento político conocido como Mi mensaje, la presidenta parece haber dicho que “enemigos del pueblo son los ambiciosos… porque ellos no servirán jamás al pueblo sino a sus intereses personales. Son los caudillos. Tienen el alma cerrada a todo lo que no sean ellos. No trabajan para una doctrina ni les interesa el ideal. La doctrina y el ideal son ellos… Nunca buscan la felicidad del pueblo, siempre buscan más bien su propia vanidad y enriquecerse pronto. El dinero, el poder y los honores son las tres grandes causas, los tres ideales de los ambiciosos.”
Lo que hizo la presidenta no es otra cosa que correr a propios y extraños con el sable de su propia legitimidad frente a la sociedad y, en especial, tender puentes hacia sectores medios que, por razón de sus propias limitaciones ideológicas, no comprenden en toda su extensión al sindicalismo y lo consideran una corporación más.
VI
Racionalidad es dejar de resolver los conflictos a través de las extorsiones, a través de medidas de facto y encauzarlos dentro de los carriles institucionales que tiene el Estado argentino. Es decir, dejar de vulnerar los derechos de terceros para obtener nuestros propios derechos. Una deuda que los argentinos nos debemos, pero también un cambio que debe hacer el Estado, porque las políticas de facto son también la consecuencia de la inacción de un Estado que durante los años noventa fue sordo a los reclamos de los sectores populares y tenía auriculares sólo para las exigencias de los grandes grupos económicos y sus lobbies.
VII
La historia se repite como reflejo, si se me permite retomar mi metáfora borgeana. Es una repetición al revés. En 1973, los sectores más dinámicos respondían a las juventudes enroladas en la Tendencia Revolucionaria, hoy quienes aparecen como más “apresurados” parecen ser los integrantes del movimiento obrero organizado en el marco de la puja distributiva actual. El fracaso y el desencuentro de los sectores populares en los años setenta nos costaron a los argentinos años de sangrientos enfrentamientos, una dictadura militar y 20 años de democracia cautiva de los grupos económicos y el mercado. En total, tres décadas que deben ser suturadas de alguna manera por aquellos que integran lo que desorganizadamente se llama el movimiento nacional y popular. Una nueva desinteligencia también será costosa –aun cuando no tenga el componente de violencia dramática que tenían los años setenta– para los millones de argentinos que llevan atado su destino a la suerte de este modelo. La juventud que ayer desafiaba, hoy convoca a la lealtad; los sectores que ayer eran leales, hoy tironean. Irónica paradoja.
Auto de fe: Es un bello desafío escudriñar las enseñanzas del pasado y al mismo tiempo revisar con honestidad intelectual nuestros comportamientos de otros tiempos. A veces la historia ofrece segundas oportunidades para los pueblos y los dirigentes que estén dispuestos a aprender las lecciones. <
Publicado en :
http://tiempo.elargentino.com/notas/llamado-lealtad-de-cristina
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