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miércoles, 27 de octubre de 2010

EL LÍMITE, LO ABSOLUTO Y LOS MATICES, por Ricardo Forster (para "El Argentino" 26-10-10)


El límite infranqueable es el de la violencia. El asesinato de Mariano Ferreyra suspende cualquier argumentación. Exige de todos nosotros la travesía del duelo que sabe de lo irremediable, de aquello que no se puede reparar con discursos ni siquiera haciendo justicia. La muerte de Mariano es única, le pertenece hasta el punto de transformarlo en aquello inimaginable, para quien fue, mientras vivía. Un mártir social, la memoria convertida en bandera para los que sigan por su camino. Pero Mariano tenía una vida, sueños, ideales, seguramente deseos amorosos y una cotidianidad que fue arrancada de cuajo, asesinada sin reparación. Una vida atravesada por los conflictos de una sociedad desigual e injusta. Una vida de 23 años, joven, plena y abierta.

Nos cabe a nosotros dar cuenta de ese asesinato cometido por una patota sindical. Le cabe a las instituciones de un estado de derecho avanzar sobre los responsables materiales e intelectuales. Le cabe al gobierno garantizar no sólo que eso se haga con premura sino avanzar sobre algunas de las causas que hicieron posible la masacre de Barracas. Sindicalistas canallas, empresarios explotadores, un sistema que perpetúa la precarización laboral, medios de comunicación que de una manera cínica presentan como héroes y virtuosos a aquellos que, ayer nomás, mostraban como violentos piqueteros que amenazaban la paz social y a los que había que poner un límite. Políticos de la oposición que buscan montarse sobre la muerte de Mariano para engrosar sus posibilidades electorales apelando a una retórica impúdica e hipócrita. Marcas y señales de un momento difícil para la democracia, de un momento que nos recuerda la fragilidad de la que todavía no alcanzamos a salir pese a lo mucho que se viene haciendo desde 2003.

La muerte no sabe de matices, es absoluta. La política y las vicisitudes de una sociedad sí los conoce y necesita abordarlos con espíritu crítico y reflexivo si es que no quiere quedar atrapada en lo irreparable. Hugo Moyano, con su historia a cuestas (una historia marcada también por los dramas argentinos) no es Pedraza. Uno, el camionero, se enfrentó al menemismo cuando descubrió que no era otra cosa que el prostíbulo al que se quería llevar al propio peronismo traicionando sus mejores principios.

Creó, junto a otros sindicatos, el MTA y Salió a dar la pelea contra el neoliberalismo que traía dentro suyo lo que terminaría por habilitar el asesinato de Mariano: precarización laboral, flexibilización, contratos basura, sobreexplotación, desocupación. Le cabe ser parte de un sindicalismo que no ha abandonado, que no lo ha sabido hacer hasta ahora, prácticas oscuras que incluyen la supervivencia en sus estructuras de personajes como los que integraron la patota de la Unión Ferroviaria. Moyano ha sabido reconocer la impronta de lo inaugurado por Néstor Kirchner, ha sido no sólo un aliado estratégico sino alguien que ha defendido a los trabajadores que representa contra la precarización y la tercerización.

Pedraza, con sus ojos vidriosos, traicionó a sus compañeros cuando fue cómplice del desguace de los ferrocarriles durante el menemismo. Se convirtió en el arquetipo del sindicalista-empresario, del socio de las patronales y en negociador de la aniquilación de todos los derechos de sus compañeros. Pedraza, con un origen combativo cercano a la CGT de los argentinos de Raimundo Ongaro y de Rodolfo Walsh, participante activo del primer paro nacional contra la Dictadura en abril del 79 cuando muy pocos se atrevían, es hoy un sujeto impresentable que se dedica a acumular oro en su cuerpo mientras mantiene en condiciones humillantes a aquellos trabajadores que son contratados como mano de obra sin derechos.

Pedraza es parte de los "Gordos", de esos sindicalistas que saben de privilegios y de violencias para mantener sus lugares, de traiciones y de conjuras para debilitar cualquier proyecto que cuestione esos privilegios que defienden brutalmente.

El problema de Moyano, que es también el de la CGT, es que los Gordos siguen allí. La CTA tiene otros problemas que mostraron que su virtuosismo también deja mucho que desear aunque, y eso hay que decirlo, nada tienen que ver con esa historia oscura y siniestra de los aparatos gansteriles de ciertos sindicatos que hicieron posible que una patota asesinara a Mariano. La CGT necesita recuperar sus mejores tradiciones, tiene que atravesar estas difíciles circunstancias como si fuese un tiempo de inflexión. Tiene que ser capaz de mostrar que no es sólo cuestión de retórica abandonar esas prácticas que hicieron posible la violencia homicida. Lo que queda, sino, es seguir abonando el prejuicio reaccionario contra el sindicalismo en general que busca capturar plenamente, desde los dispositivos mediáticos, el sentido común de los argentinos.

El gobierno puede esgrimir lo que hasta ahora había sido uno de sus grandes logros: negarse a reprimir cualquier protesta social, impedir que las fuerzas policiales fuesen armadas a las movilizaciones. En un país que sabe de muertes, de gatillo fácil, de fuerzas represivas que, bajo dictaduras y bajo democracia, asesinaron a luchadores sociales, no es algo menor haber garantizado durante siete años la vida de quienes se manifiestan en la vía pública, sean favorables o contrarias al gobierno esas manifestaciones o cortes de rutas, avenidas o vías de tren (allí están tanto los piquetes del pobrerío como aquellos otros de la Mesa de Enlace para señalar con evidencia aquello que se convirtió en política de Estado).

Pero al gobierno le cabe la responsabilidad de una policía federal siempre sospechada (en este caso de haber dejado una zona liberada o de no haber actuado como fuerza disuasoria sabiendo los peligros que emanaban de la protesta de los desocupados del Roca y de las amenazas que provenían de las patotas).

También, y en no menor medida, le cabe la responsabilidad de haber permitido la continuidad de prácticas empresariales que se benefician de subsidios estatales para prestar servicios impresentables y paupérrimos al mismo tiempo que hacen pingües negocios con los trabajadores tercerizados a los que sobreexplotan. Le cabe también la responsabilidad de poner en discusión la política de transportes y, fundamentalmente, la de los ferrocarriles, uno de los sectores más dañados por el neoliberalismo de los 90 y sobre los que se siguen perpetuando sus grandes beneficiarios (Pedraza entre ellos).

Tal vez esta sea una inesperada oportunidad, nacida de una circunstancia horrenda, para revisar esa política por parte de un gobierno que ha demostrado una voluntad innegable de salir del modelo neoliberal. Es contra esa voluntad que se mueven los intereses que, de un modo u otro, estuvieron detrás del asesinato de Mariano Ferreyra.

El asesinato de Mariano no tiene matices, lo mataron balas criminales disparadas por un sicario proveniente de la patota de la Unión Ferroviaria, feudo de Pedraza y de otros dirigentes socios de sus negocios. La Argentina, la vida social y política sí los tiene. Saber reconocerlos es fundamental para no abonarle el camino a la restauración conservadora, a esa derecha que quiere recuperar el terreno perdido para impedir que los trabajadores salgan de la precarización.

Construir un discurso simplista y brutal que homologa el acto de River con el crimen del militante del PO, decir que el gobierno utiliza las patotas para hacer aquello que le prohíbe a la policía, y hacer eso almorzando con Mirtha Legrand es impúdico y mentiroso. Ni Moyano es Pedraza ni el gobierno reproduce las políticas neoliberales. En todo caso, estos años rehabilitaron la participación política al reconstruir parte de un tejido social profundamente dañado; en el despliegue del litigio por la igualdad, que volvió a recorrer la vida nacional desde el 2003, se inscribe el retorno de los jóvenes a la militancia.

Saber defender lo ganado en democracia es vital. La vida truncada por balas asesinas de Mariano Ferreyra da testimonio de lo que continúa irresuelto y de los peligros que nos acechan si somos incapaces de comprender la complejidad de los tiempos que corren y el peligro de reducir todo al absoluto.


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