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sábado, 6 de marzo de 2010
Doscientos años, y la lucha continúa... , por Adrián Corbella (para "Mirando hacia adentro")
La independencia de Argentina en particular y de Latinoamérica en general se inscribe en el amplio marco de las llamadas “Revoluciones Burguesas”. Y si bien se pueden mencionar como antecedentes las revoluciones inglesas del siglos XVII y la propia independencia de Estados Unidos , la revolución burguesa por antonomasia es la Francesa.
La Revolución Francesa (y el período napoleónico que la siguió) tuvieron un gran influjo directo e indirecto sobre la situación latinoamericana, por lo que para entender nuestra revolución primero debemos hacer algunas reflexiones sobre la francesa.
La Revolución Francesa comienza como una rebelión de la burguesía contra el gobierno monárquico, que se apoyaba en la nobleza y la Iglesia. Los burgueses imponen condiciones a estos sectores, y cuando queda de manifiesto la peligrosidad de la situación los demás reyes europeos comienzan a invadir Francia para apagar el incendio antes de que sea demasiado tarde.
Estas guerras entre la Francia burguesa y revolucionaria y los reinos absolutistas europeos fueron guerras claramente ideológicas. Los nobles y clérigos que habían emigrado de Francia se unieron a los ejércitos absolutistas invasores ; los burgueses de muchas ciudades europeas que cayeron en poder de las fuerzas francesas recibieron a los ejércitos franceses no como conquistadores sino como libertadores, como fuerzas burguesas que los apoyaban en su lucha contra sus propios reyes, nobles o clérigos.
Con el avance del proceso revolucionario, y más aún con la aparición de Napoleón Bonaparte, estas características se fueron desdibujando, pues cada vez más Francia fue una potencia imperial que se expandía por Europa, y como tal fue recibida por muchos pueblos europeos invadidos, como fue el caso de la mayoría de los españoles.
De todas maneras, el trasfondo de una lucha ideológica entre una burguesía que quería tomar el poder y un poder monárquico que no quería cederlo se mantuvo en mayor o menor medida en todo el período, y aportó confusión a las luchas de la época.
Estas características se trasladaron claramente a las luchas latinoamericanas, y el contexto del nuevo mundo, y allí se ampliaron y tornaron más complejas.
Por eso, el proceso de cambio político que comienza en mayo de 1810 adopta características bastante oscuras. En la mayor parte de las capitales hispanoamericanas son desplazadas las autoridades españolas y reemplazadas por Juntas “populares” –en realidad integradas por “vecinos”, es decir españoles o criollos con una propiedad inmueble a su nombre-. Los objetivos de estas juntas son cualquier cosa menos claros, y en el caso de la junta de Buenos Aires la confusión es mayúscula.
La Primera Junta de Buenos Aires va a dejar muy en claro desde el primer momento y durante años que se gobierna en nombre del rey español Fernando VII, declaración que salvaba las apariencias al mantener una fidelidad virtual a la Corona pero sin efectos concretos, pues Napoleón había arrestado a Fernando. Mantiene muchos símbolos españoles, como por ejemplo la bandera, también para cubrir las apariencias (basta con recordar el trabajo que le costó a Belgrano lograr utilizar la bandera celeste y blanca. Cosa que termina haciendo sin autorización, o más bien desobedeciendo órdenes directas). Y en su propia composición la Junta muestra estas contradicciones : Larrea y Matheu, dos de los vocales, son españoles. Los demás son criollos, pero tienen profundas diferencias de proyectos : mientras que hombres como Moreno o Castelli soñaban con declarar la independencia rápidamente, otros como Saavedra eran mucho más prudentes, y estaban dispuestos a escuchar alternativas.
En el bando realista las cosas no estaban mejor : las tropas e incluso muchos de los oficiales que luchaban contra estas revoluciones (como los famosos generales realistas Goyeneche y Pío Tristán) eran tan americanos como los líderes a los que combatían. Por eso, al principio, y durante mucho tiempo, estas guerras distaron mucho de ser una lucha entre “europeos” y “americanos”, sino que fueron, como en el caso francés, una lucha entre aquellos habitantes de América de ideas revolucionarias y otros que defendían el Antiguo Régimen absolutista. Es decir, una especie de “Guerra Civil”, donde las lealtades se confundía y entremezclaban.
Ahora bien, a esta confusión propia del proceso revolucionario burgués, se suman otras de raigambre plenamente americana.
Los criollos y españoles que apoyaron el proceso revolucionario se dividían en muchísimos sectores . Algunos deseaban una inmediata independencia, y aquí podríamos citar a argentinos como Moreno, o los venezolanos Miranda y Bolívar, entre otros. Otros soñaban con la independencia pero dudaban que fuera el momento propicio, y se fueron decidiendo con el correr de los años. Otros se conformaban con mejorar el statu quo de 1810, dentro del marco de la monarquía española.
Y detrás de todos se alzaba el comercio británico, que era mirado con muy buenos ojos por los productores rurales del continente.
Pero estas no eran las únicas diferencias . Algunos sectores eran furiosamente antimonárquicos, y deseaban una República. Otros estaban dispuestos a aceptar una monarquía independiente si esta gobernaba en un marco constitucional amplio, que redujera claramente los poderes del rey.
Pero incluso los sectores que veían con simpatía una monarquía tenían diferencias. Para muchos la monarquía era una ocasión de reconciliarse con Europa, con una Europa donde la revolución y Napoleón estaban retrocediendo , los Reyes aparecían como vencedores, y las Repúblicas eran proscriptas.
Para personas como San Martín y Belgrano, por el contrario, la monarquía podía ser una oportunidad para reconciliarse con los sectores americanos tan olvidados, con aquellos descendientes de los habitantes originales del continente que vivían (bajo el dominio español o el de las nuevas autoridades) en pésimas condiciones. Para ellos, un nuevo Tahuantinsuyu con un monarca mestizo uniría a todos los americanos en torno a un proyecto común, conciliaría las diferencias.
Y aquí aparece la otra raíz del conflicto, y de la confusión del período, porque uno de los principales temas de desacuerdo en estas elites criollas era justamente que hacer con esas enormes masas, claramente mayoritarias, de gente que no era ni remotamente de origen europeo : americanos nativos, africanos, y todo ese conjunto de pobladores mezclados que generó el Imperio español, y a los cuales los ibéricos ponían nombres a veces pintorescos : mestizos, mulatos, zambos, saltatrás, etc.
En muchos lugares, como las Pampas argentinas o los Llanos venezolanos, toda la población rural estaba integrada por un conjunto étnicamente indefinible, producto de profundos mestizajes, y con un estilo de vida ecuestre y casi seminómada. Gente que hablaba español, a su manera, que era vagamente cristiana, y que tenía una cultura que a los habitantes de las ciudades, más “europeos”, les parecía “bárbaro” y “salvaje”.
Este enfrentamiento fue muy real y concreto desde 1810, y explica porqué, en aquellos lugares en los que estos sectores populares aparecían como particularmente amenazantes, los criollos de las ciudades no movieron un dedo para expulsar a los españoles, ya que ellos les proporcionaban el apoyo armado necesario para defenderse de “sus” pobres. Es el caso de países como los actuales México, Perú y Bolivia, donde los únicos alzamientos proceden de gente pobre de origen indígena de las áreas rurales.
Pensemos que Perú fue independizada desde fuera por la expedición de San Martín (tarea luego completada por Bolívar), que Bolivia, pese a su excéntrica ubicación geográfica, fue el último enclave español en la América continental –más allá de la tarea heroica de caudillos como Juana Azurduy- y fue independizada en una fecha tan tardía como 1825 por un ejército multinacional sudamericano conducido por el venezolano Sucre, y que México se rebeló recién en 1820 , cuando la aparición de un gobierno liberal en España (con Rafael Riego) hizo temer a los criollos que la metrópoli podría dar derechos a los americanos nativos.
Esta dimensión agrega más confusión al universo revolucionario, ya que estos sectores populares que no fueron conductores del proceso independentistas, que eran mirados con desconfianza por las elites urbanas de comerciantes, intelectuales y funcionarios, hallaron sus propios líderes en las personas de los “caudillos”, que en el caso argentino nos remiten a un personaje que puede considerarse como el fundador de lo que luego sería el partido federal : don José Gervasio de Artigas.
Por eso, luego de asegurada la independencia, y en muchos casos mucho antes ( en Argentina el gobierno central reprimía con salvajismo a los gauchos santafesinos de Artigas desde 1813) dio comienzo a un período bastante turbulento debido justamente a la pugna entre proyectos e ideas completamente distintos, pugna que no se aclaró hasta que las nuevas tecnologías llegadas desde la Europa industrializada permitieron a los gobiernos centrales una represión sangrientamente eficaz (pensemos en el destino de Felipe Varela, en el de Juan Vicente Peñaloza, con la cabeza clavada en una pica por sugerencia del “Padre del Aula”, o en la Campaña al “Desierto” –que estaba poblado-), e incluso exportar el modelo a países díscolos (el genocidio del pueblo paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza).
El resultado de este proceso permitió consolidar, en el último cuarto del siglo XIX, gobiernos estables –y fraudulentos- que sometieron duramente a esos sectores populares e integraron las economías latinoamericanas al sistema imperial de la nueva metrópoli, organizando los países de cara a la exportación primaria al mercado británico.
En el siglo XX, en distintos momentos, se fue produciendo la emergencia política de esos sectores que a fines del siglo XIX habían perdido una gran batalla, pero no la guerra. La aparición de fuerzas políticas populares, de carácter más o menos populista, con base en la gente más pobre y menos “europea”, fue común en muchos países, y lo sigue siendo.
De Zapata y Sandino a Evo, estos movimientos, muy difíciles de encuadrar y definir en la terminología política clásica -pensada para otras realidades-, y a los que los politicólogos engloban en la enorme bolsa del “Populismo” – a dónde va a parar todo lo que no pueden clasificar-, provocaron reacciones profundas, de piel, de aquellos sectores urbanos o simplemente más “europeos” (por aspecto físico o estilo de vida) que no aceptaban la emergencia política y social de los siempre postergados, de esas “extrañas” y “oscuras” multitudes.
En el caso de Argentina, la emergencia de un movimiento político apenas reformista como el peronismo generó hechos de violencia inconcebibles de parte de la gente “culta” y “civilizada” (pensemos simplemente en el Bombardeo de Plaza de Mayo, en la grotesca lucha entre Azules y Colorados, o en el Proceso de Re-Organización Nacional), y la aparición de términos despectivos muy floridos –y racistas- tales como “cabecitas negras” o “aluvión zoológico”.
Pasaron doscientos años. Y uno podría preguntarse todavía qué festejamos. Porque los problemas de 1810 siguen presentes, y todas las preguntas siguen sin una respuesta definitiva :
¿Gobernaremos para todos o para esa minoría de siempre?,
¿Cómo se integra a esa gente pobre, “extraña”, “oscura” y menos “europea”?,
¿Subordinamos todo al objetivo de exportar productos agrícolas para los países industrializados o buscamos otro modelo?,
¿Qué vínculo promoveremos con los demás países del continente?,
¿Qué tipo de relación estableceremos con el Imperio de turno ?
Este año no celebramos doscientos años de un logro.
Celebramos doscientos años de lucha...
Y la lucha continúa...
Adrián Corbella, 18 de febrero de 2010